lunes, 19 de agosto de 2013

Capítulo IXXX - EL CALEIDOSCOPIO




Yo era un triste huérfano de padre, de cebada tostada por la mañana y papas viudas en amarillo a mediodía, sin más colorido que echarme a los ojos que el del pimentón de aquellas papas tan tristes como yo. Mi horizonte más lejano era la huerta del Padre Laraña, enfrente de mi casa, donde Luis el jardinero completaba sus magros emolumentos criando rábanos de un rojo morado con destino a las tabernas cercanas, crisantemos de tintes fúnebres para ‘Tosantos’ y pollos ingleses con plumas de fuegos iridiscentes con destino a los reñideros de la provincia. No había más, salvo los destellos de luz que el sol arrancaba al gran chorro de agua que salía por el rebosadero del pilón de riego. 

Por eso, cuando mi amigo Miguelín  me acercó en su casa aquel cilindro de cartón y me indicó que mirara por el agujerito, mi pupila se abrió asombrada a un mundo increíble de luz y color. Y aunque nunca he llevado la envidia en mi biología, en aquel momento caí en la cuenta de que la vida se había desequilibrado bastante en favor de mi amigo. 


Pase que Miguelín tuviese un padre que nos llevara en bicicleta a la Playa de La Gilda, y yo no. Pase que en su casa hubieran instalado una ducha de fortuna con una lata agujereada, colgada con alambres y alcayatas (aunque cuando intenté ponerme debajo de aquellos chorritos heladores yo no pudiera respirar, debido a la frialdad del agua), y en mi casa solo hubiera un gran lebrillo de barro de usos múltiples, que ya había superado algunas intervenciones del lañador. Pase que a Miguelín  le hubieran traído Los Reyes Magos un proyector de cine, de cartón verde claro, capaz de proyectar dibujitos a unos centímetros de la pared, y yo hubiera tenido que soportar el sufrimiento inolvidable de largas horas hacinado en el patio de la CNS, para que me dieran una escopeta que disparaba tapones de corcho atados a una guita. 

Pase todo esto y mucho más. Pero la posesión de aquel ojo mágico con el que se podía divisar la gloria de los colores y las formas, excedía a cualquier ventura que pudiera disfrutar un mortal. Hasta la palabra que lo designaba tenía un no sé qué de magia, de elegancia redonda, de estética, de misterio: caleidoscopio.

Me apliqué con denuedo tratando de desentrañar aquellos arcanos misterios que encerraban tanta belleza en un tubo de cartón, aunque no supe encontrarle explicación, como le habría ocurrido a un animal que hubiese percibido por primera vez su efigie en un espejo.

No me cansaba de girar lentamente aquel cilindro, con el ojo tan pegado al agujero que parecía que conseguiría meterme dentro del brillante espacio de luces y colores, con una geometría de ángulos tan perfectos que nunca llegué a explicarme cómo se formaban. Un suave tintineo de cristalitos coincidía con los cambios de imágenes, sin repeticiones posibles, en una gama infinita e inagotable de sorprendentes maravillas.

Sin embargo, como la felicidad no es monolítica ni permanente, cuando mi amigo perdió también a su padre, comprendí  que cualquier gozo es efímero. Convencimiento que le ha dado equilibrio a mi vida, porque me enseñó muy pronto que por muy deslumbrante que sea la existencia aparente de cualquier ser humano, sus penas las tiene siempre al aguardo, agazapadas, esperando la ocasión para darle un zarpazo en el corazón.

Por lo que, sea cual sea el grado de ilusión o satisfacción que nos proporcione cualquier bien material o dulce estado de nuestro ánimo, debemos estar preparados para despedirnos de ellos tan pronto como empecemos a paladearlos.

La posibilidad de que la felicidad florezca en nosotros depende fundamentalmente de la capacidad receptiva de nuestro cerebro y nuestras hormonas en cada momento. Así es que, si por uno de esos raros privilegios que la fortuna concede a unos cuantos mortales de vez en cuando, yo accediese al disfrute de algunas de las maravillas que puede proporcionar el dinero, estoy convencido de que nunca despertará en mí tanto asombro ni tanto placer como lo hizo aquel sencillo artilugio de cartón.

Capítulo XXVIII - ASIGNATURAS PENDIENTES: EL ADOQUÍN

A estas alturas de la vida ya no aprobaré ninguna de las asignaturas pendientes que me han ido quedando a lo largo de mi existencia. Sin embargo aún me causan desasosiego cuando las evoco, con la triste nostalgia de lo que pudo haber sido y no fue, que decía el bolero. Y quizás una de las que más dolor me produce por su ausencia y mi ignorancia sea la música. Me moriré con la pena de no saber leer una partitura ni tocar con fluidez algún instrumento musical.

No culpo a nadie de estas carencias, aunque sí recuerdo las circunstancias que agravaron mi escasa capacidad para el pensamiento matemático y abstracto, necesario para un arte tan sutil como es la combinación armónica del sonido con el tiempo.

El Adoquín tuvo algo que ver con mi carencia más sentida. Y que conste que utilizo su mote no en señal de resentimiento, sino porque ninguno de mis compañeros del Instituto supo nunca decirme cómo se llamaba. Quien le puso el sobrenombre demostró gran capacidad de síntesis. El hombre tenía una cabeza de forma similar al objeto que le daba nombre, que se unía a su tronco directamente sin solución de continuidad, en ausencia casi total de cuello. Una cara picada de viruelas y un aire hosco y atrabiliario era lo más alejado de la idea que yo hubiera podido tener sobre un profesor de música, cuya figura la habría asociado con un espíritu elevado y unas maneras suaves y elegantes. 

 
Sin embargo, decían de El Adoquín que en su juventud había sido un gran pianista, llegando incluso a ganar un concurso internacional, que llevaba aparejada la concesión de una beca para ampliación de estudios en el extranjero. Según se rumoreaba tuvo todos los triunfos en su mano, y los desperdició a causa de la bebida. Aquel empleo de profesor de música en el Instituto parecía el último tren que pasaba por la estación de su vida, aunque tampoco supo subirse a él. Y todo ello a pesar del miedo cerval que le inspiraba la jefa de estudios, por aquellos años una mujer alta y estricta, autoritaria y huraña, que nos mantenía atemorizados a todos los alumnos y a gran parte del profesorado.

Exceptuando un par de clases en las que no llegó más allá de dibujarnos un pentagrama y a exponernos levemente algunos conceptos básicos, todo el tiempo se lo pasaba el hombre tratando de ‘cogerle las vueltas’ a la jefa de estudios. A cambio de saltarnos la clase de música, nos ofrecía la posibilidad de ir al cercano Paseo de los Naranjos a recoger naranjas amargas para la limpieza de los instrumentos de una pequeña orquesta con  la que actuaba en El Cabaret por las noches. A las primeras de cambio le urgía al que estuviera más cerca de la puerta:
-¡Illo!, asómate a ver si está la jefa por los pasillos. Si no está, nos vamos.
Un buen día, más apesadumbrado que otros, se nos presentó El Adoquín preocupado, con el encargo que le habían hecho de crear un coro. A regañadientes se dispuso a probarnos las voces. Y quiso la fatalidad que se estrenase con un joven tan pasota como él mismo, aunque menos dotado  para la música que él. Con voz desabrida le pidió al niño que cantara algo. Y el muchachote se empeñó en que él no sabía cantar y que no conocía ninguna canción. Con su ‘delicadeza’ habitual le exigió que cantara algo:
-¡¡¡Illo, que te he dicho que cantes!!! A lo que el zagalón ni corto ni perezoso entonó a voz en grito:
-“Un flecha en un campamento / un flecha en un campamento / un flecha que era un meón / chiribí-ribí chiribí-birón / un flecha que era un meón…” Y la cantó enterita, con la voz más destemplada y desafinada que se hubiese escuchado jamás.
De este modo, con unas cosas y otras, pasaron varios cursos y lo único que me quedó de aquel profesor tan especial fueron unos recuerdos chuscos que no olvidaré jamás, junto con las dudas de si otra persona habría logrado entreabrirme las puertas hacia un mundo que me ha sido vedado.

Con todo y con eso, cuando más me dolió la figura de este pobre hombre fue cuando al cabo de los años me lo encontré de portero en una comunidad de vecinos, encargado de los recados y de sacar las basuras. Casi lloré cuando un amigote, ante mi incredulidad y mis explicaciones sobre el pasado artístico de aquel hombre, despachó la situación con un simple:
-Olvídate de él. El que tiene un vicio, o se mea en la puerta o se mea en el quicio.