Yo era un triste
huérfano de padre, de cebada tostada por la mañana y papas viudas en amarillo a
mediodía, sin más colorido que echarme a los ojos que el del pimentón de
aquellas papas tan tristes como yo. Mi horizonte más lejano era la huerta del
Padre Laraña, enfrente de mi casa, donde Luis el jardinero
completaba sus magros emolumentos criando rábanos de un rojo morado con destino
a las tabernas cercanas, crisantemos de tintes fúnebres para ‘Tosantos’ y
pollos ingleses con plumas de fuegos iridiscentes con destino a los reñideros
de la provincia. No había más, salvo los destellos de luz que el sol arrancaba
al gran chorro de agua que salía por el rebosadero del pilón de riego.
Por eso, cuando mi
amigo Miguelín me acercó en su casa aquel
cilindro de cartón y me indicó que mirara por el agujerito, mi pupila se abrió asombrada
a un mundo increíble de luz y color. Y aunque nunca he llevado la envidia en mi
biología, en aquel momento caí en la cuenta de que la vida se había desequilibrado
bastante en favor de mi amigo.
Pase que Miguelín
tuviese un padre que nos llevara en bicicleta a la Playa de La Gilda, y yo no.
Pase que en su casa hubieran instalado una ducha de fortuna con una lata
agujereada, colgada con alambres y alcayatas (aunque cuando intenté ponerme
debajo de aquellos chorritos heladores yo no pudiera respirar, debido a la
frialdad del agua), y en mi casa solo hubiera un gran lebrillo de barro de usos
múltiples, que ya había superado algunas intervenciones del lañador. Pase que a
Miguelín le hubieran traído Los Reyes
Magos un proyector de cine, de cartón verde claro, capaz de proyectar dibujitos
a unos centímetros de la pared, y yo hubiera tenido que soportar el sufrimiento
inolvidable de largas horas hacinado en el patio de la CNS, para que me dieran
una escopeta que disparaba tapones de corcho atados a una guita.
Pase todo esto y mucho
más. Pero la posesión de aquel ojo mágico con el que se podía divisar la gloria
de los colores y las formas, excedía a cualquier ventura que pudiera disfrutar
un mortal. Hasta la palabra que lo designaba tenía un no sé qué de magia, de
elegancia redonda, de estética, de misterio: caleidoscopio.
Me apliqué con denuedo
tratando de desentrañar aquellos arcanos misterios que encerraban tanta belleza
en un tubo de cartón, aunque no supe encontrarle explicación, como le habría
ocurrido a un animal que hubiese percibido por primera vez su efigie en un
espejo.
No me cansaba de girar
lentamente aquel cilindro, con el ojo tan pegado al agujero que parecía que conseguiría
meterme dentro del brillante espacio de luces y colores, con una geometría de
ángulos tan perfectos que nunca llegué a explicarme cómo se formaban. Un suave
tintineo de cristalitos coincidía con los cambios de imágenes, sin repeticiones
posibles, en una gama infinita e inagotable de sorprendentes maravillas.
Sin embargo, como la
felicidad no es monolítica ni permanente, cuando mi amigo perdió también a su
padre, comprendí que cualquier gozo es
efímero. Convencimiento que le ha dado equilibrio a mi vida, porque me enseñó
muy pronto que por muy deslumbrante que sea la existencia aparente de cualquier
ser humano, sus penas las tiene siempre al aguardo, agazapadas, esperando la
ocasión para darle un zarpazo en el corazón.
Por lo que, sea cual
sea el grado de ilusión o satisfacción que nos proporcione cualquier bien
material o dulce estado de nuestro ánimo, debemos estar preparados para
despedirnos de ellos tan pronto como empecemos a paladearlos.
La posibilidad de que
la felicidad florezca en nosotros depende fundamentalmente de la capacidad
receptiva de nuestro cerebro y nuestras hormonas en cada momento. Así es que, si
por uno de esos raros privilegios que la fortuna concede a unos cuantos
mortales de vez en cuando, yo accediese al disfrute de algunas de las
maravillas que puede proporcionar el dinero, estoy convencido de que nunca despertará
en mí tanto asombro ni tanto placer como lo hizo aquel sencillo artilugio de
cartón.