A estas alturas de la
vida ya no aprobaré ninguna de las asignaturas pendientes que me han ido
quedando a lo largo de mi existencia. Sin embargo aún me causan desasosiego cuando
las evoco, con la triste nostalgia de lo que pudo haber sido y no fue, que
decía el bolero. Y quizás una de las que más dolor me produce por su ausencia y
mi ignorancia sea la música. Me moriré con la pena de no saber leer una partitura
ni tocar con fluidez algún instrumento musical.
No culpo a nadie de
estas carencias, aunque sí recuerdo las circunstancias que agravaron mi escasa capacidad
para el pensamiento matemático y abstracto, necesario para un arte tan sutil como
es la combinación armónica del sonido con el tiempo.
El Adoquín tuvo algo
que ver con mi carencia más sentida. Y que conste que utilizo su mote no en
señal de resentimiento, sino porque ninguno de mis compañeros del Instituto
supo nunca decirme cómo se llamaba. Quien le puso el sobrenombre demostró gran
capacidad de síntesis. El hombre tenía una cabeza de forma similar al objeto
que le daba nombre, que se unía a su tronco directamente sin solución de
continuidad, en ausencia casi total de cuello. Una cara picada de viruelas y un
aire hosco y atrabiliario era lo más alejado de la idea que yo hubiera podido
tener sobre un profesor de música, cuya figura la habría asociado con un
espíritu elevado y unas maneras suaves y elegantes.
Sin embargo, decían de
El Adoquín que en su juventud había sido un gran pianista, llegando incluso a ganar
un concurso internacional, que llevaba aparejada la concesión de una beca para
ampliación de estudios en el extranjero. Según se rumoreaba tuvo todos los
triunfos en su mano, y los desperdició a causa de la bebida. Aquel empleo de
profesor de música en el Instituto parecía el último tren que pasaba por la
estación de su vida, aunque tampoco supo subirse a él. Y todo ello a pesar del
miedo cerval que le inspiraba la jefa de estudios, por aquellos años una mujer
alta y estricta, autoritaria y huraña, que nos mantenía atemorizados a todos
los alumnos y a gran parte del profesorado.
Exceptuando un par de
clases en las que no llegó más allá de dibujarnos un pentagrama y a exponernos
levemente algunos conceptos básicos, todo el tiempo se lo pasaba el hombre
tratando de ‘cogerle las vueltas’ a la jefa de estudios. A cambio de saltarnos
la clase de música, nos ofrecía la posibilidad de ir al cercano Paseo de los
Naranjos a recoger naranjas amargas para la limpieza de los instrumentos de una
pequeña orquesta con la que actuaba en
El Cabaret por las noches. A las primeras de cambio le urgía al que estuviera
más cerca de la puerta:
-¡Illo!, asómate a ver
si está la jefa por los pasillos. Si no está, nos vamos.
Un buen día, más
apesadumbrado que otros, se nos presentó El Adoquín preocupado, con el encargo
que le habían hecho de crear un coro. A regañadientes se dispuso a probarnos
las voces. Y quiso la fatalidad que se estrenase con un joven tan pasota como
él mismo, aunque menos dotado para la
música que él. Con voz desabrida le pidió al niño que cantara algo. Y el muchachote
se empeñó en que él no sabía cantar y que no conocía ninguna canción. Con su
‘delicadeza’ habitual le exigió que cantara algo:
-¡¡¡Illo, que te he
dicho que cantes!!! A lo que el zagalón ni corto ni perezoso entonó a voz en
grito:
-“Un flecha en un
campamento / un flecha en un campamento / un flecha que era un meón /
chiribí-ribí chiribí-birón / un flecha que era un meón…” Y la cantó enterita,
con la voz más destemplada y desafinada que se hubiese escuchado jamás.
De este modo, con unas
cosas y otras, pasaron varios cursos y lo único que me quedó de aquel profesor
tan especial fueron unos recuerdos chuscos que no olvidaré jamás, junto con las
dudas de si otra persona habría logrado entreabrirme las puertas hacia un mundo
que me ha sido vedado.
Con todo y con eso,
cuando más me dolió la figura de este pobre hombre fue cuando al cabo de los
años me lo encontré de portero en una comunidad de vecinos, encargado de los
recados y de sacar las basuras. Casi lloré cuando un amigote, ante mi
incredulidad y mis explicaciones sobre el pasado
artístico de aquel hombre, despachó la situación con un simple:
-Olvídate de él. El que
tiene un vicio, o se mea en la puerta o se mea en el quicio.
Me acuerdo del adoquín perfectamente, lo estoy viendo en este momento. Que época
ResponderEliminarSaludos Juan Manuel