lunes, 13 de noviembre de 2017

Capítulo XLI - LOS CAMINOS DEL SEÑOR



LOS CAMINOS DEL SEÑOR

Por Juan Manuel Bendala

El tren de vida y la ostentación de los que hacía gala aquel muchacho no casaban con su carencia de profesión ni ocupación conocida. Los lujosos coches que conducía y las cantidades de dinero que manejaba, no dejaban lugar a dudas sobre la naturaleza de los turbios tejemanejes en los que andaría metido. Sin embargo, su indumentaria más bien ramplona y vulgar era similar a la de muchos otros jóvenes; quizás un mero uniforme de trabajo, con el que pasar desapercibido en los ambientes por los que se movía. 

De esa guisa acompañó a su pareja a la parroquia, con intención de concertar el bautizo de la hija de ambos, nacida hacía poco. Tan pronto como el cura percibió que el chico y la chica no estaban casados ni frecuentaban la iglesia, comenzó a ponerles todas las trabas posibles para cristianar a la criatura.

Subsanadas, no sin dificultades, las cuestiones formales en torno a las creencias y prácticas religiosas de ambos muchachos y de quienes actuarían como padrinos, así como las relativas a la obligatoria asistencia previa  a unas charlas sobre el sacramento que solicitaban, el sacerdote se enrocó en la imposibilidad física de encontrarles a corto o medio plazo un hueco en su repleta agenda de bautizos. Según se veía no parecía agradarle demasiado la incorporación a su grey de personas desafectas, solo interesadas a primera vista en cubrir un expediente social.

Se escudaba el cura en los escrupulosos requerimientos establecidos por el derecho canónico acerca del bautismo, al tiempo que hacía gala de su esmerada erudición. Aunque, como se vio por el contrario, seguramente, el día en el que explicaron en clase el tema de la simonía y cómo ésta obstaculizaba los caminos del Señor, estaría enfermo y no habría podido asistir.

Cansado ya de tantas trabas y requisitos el padre de la criatura, que hasta entonces no había abierto la boca, con un gesto rápido y puede que hasta algo violento sacó de su bolsillo un buen fajo de billetes –en torno a unas doscientas mil pesetas- y sin pronunciar palabra lo arrojó sobre la mesa  con desprecio, como si de una timba de póquer se tratara.

De repente, acto seguido, el sacerdote -como si le hubieran pulsado un resorte, sin un amago siquiera del paripé que podría concedérsele a manera de justificación a cualquier sinvergüenza- exclamó alborozado que acababa de encontrarles un hueco en su atestada libreta.  






No hay comentarios:

Publicar un comentario

Muchisimas gracias por tu comentario.