LOS CAMINOS DEL SEÑOR
El tren de vida y la ostentación
de los que hacía gala aquel muchacho no casaban con su carencia de profesión ni
ocupación conocida. Los lujosos coches que conducía y las cantidades de dinero
que manejaba, no dejaban lugar a dudas sobre la naturaleza de los turbios
tejemanejes en los que andaría metido. Sin embargo, su indumentaria más bien
ramplona y vulgar era similar a la de muchos otros jóvenes; quizás un mero uniforme
de trabajo, con el que pasar desapercibido en los ambientes por los que se
movía.
De esa guisa acompañó a su pareja
a la parroquia, con intención de concertar el bautizo de la hija de ambos, nacida
hacía poco. Tan pronto como el cura percibió que el chico y la chica no estaban
casados ni frecuentaban la iglesia, comenzó a ponerles todas las trabas posibles
para cristianar a la criatura.
Subsanadas, no sin dificultades, las
cuestiones formales en torno a las creencias y prácticas religiosas de ambos
muchachos y de quienes actuarían como padrinos, así como las relativas a la
obligatoria asistencia previa a unas charlas
sobre el sacramento que solicitaban, el sacerdote se enrocó en la imposibilidad
física de encontrarles a corto o medio plazo un hueco en su repleta agenda de
bautizos. Según se veía no parecía agradarle demasiado la incorporación a su
grey de personas desafectas, solo interesadas a primera vista en cubrir un
expediente social.
Se escudaba el cura en los
escrupulosos requerimientos establecidos por el derecho canónico acerca del
bautismo, al tiempo que hacía gala de su esmerada erudición. Aunque, como se
vio por el contrario, seguramente, el día en el que explicaron en clase el tema
de la simonía y cómo ésta obstaculizaba los caminos del Señor, estaría enfermo
y no habría podido asistir.
Cansado ya de tantas trabas y
requisitos el padre de la criatura, que hasta entonces no había abierto la
boca, con un gesto rápido y puede que hasta algo violento sacó de su bolsillo
un buen fajo de billetes –en torno a unas doscientas mil pesetas- y sin
pronunciar palabra lo arrojó sobre la mesa con desprecio, como si de una timba de póquer
se tratara.
De repente, acto seguido, el
sacerdote -como si le hubieran pulsado un resorte, sin un amago siquiera del paripé
que podría concedérsele a manera de justificación a cualquier sinvergüenza- exclamó
alborozado que acababa de encontrarles un hueco en su atestada libreta.
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