miércoles, 19 de abril de 2017

Capítulo XXXVIII – ENTRE HILVANES Y PESPUNTES



ENTRE HILVANES Y PESPUNTES

Por Juan Manuel Bendala

El único hombre de mi casa era yo y tenía dos años; mi padre había muerto, y mi abuelo no contaba, porque siempre estaba en la mar o en la taberna. En el pequeño universo femenino en el que se desarrolló mi infancia siempre eché de menos la figura paterna; añoraba para mis adentros a alguien más fuerte que yo, que me apoyara en mi debilidad; un padre de quien aprender la seriedad y la responsabilidad que imaginaba imprescindibles en la solemne misión de ser hombre.

Porque, aunque estaba convencido -y así lo percibía a través de mis amigos-, de que los padres no eran sino unos seres más o menos huraños, que se pasaban la vida en el trabajo o en la taberna, y de quienes los hijos no podían esperar ternura alguna, me habría gustado saber que en caso de necesidad podría contar con alguien más sabio y más fuerte que yo.

Sin embargo, esa sabiduría y esa fortaleza que tanto añoraba las fui bebiendo de las mujeres que me rodeaban. Porque nunca vi mayor entereza ni capacidad de discernimiento que las de mi madre, mi abuela, mi tía y mis hermanas, que mantenían la dignidad y el decoro de una pequeña tribu, enfrentada día a día con las inclemencias de la vida. Por eso traté de seguir la estela que ellas me marcaron con su bondad, su desprendimiento, su capacidad de sacrificio, su sensibilidad hacia los más débiles y su elevado sentido de la justicia.

Pese a ello, yo no era sino el más pequeño de la familia, ‘el niño’, un niño desvalido cuyo destino apenaba a su maestro, convencido como estaba el magnífico pedagogo de que no me sería posible el acceso a estudios medios o superiores. Y puede que sus palabras conjuraran de algún modo a aquellas mujeres, en torno a la ímproba tarea de que el pequeño hombre de la casa aprendiera algo más, de lo poco que ellas creían haber aprendido [craso error por su parte, dado que ellas fueron mis maestras de la vida.

Y así, entre pespuntes e hilvanes, sobrehilados y jaboncillos de marcar, conseguí hacerme invisible ante las clientas del modestísimo taller de costura que mi madre tuvo que montar. Intentaba pasar desapercibido hasta casi evaporarme, cuando iban a encargar sus trajes, tomarse medidas o probárselos. Mientras tanto, cierto machismo cultural consensuado me mantenía alejado de las agujas, a las que solo toqué físicamente durante las contadas veces en las que ayudé a mi madre a ‘ensartarlas’, cuando su vista ya se apagaba.

Todo esto viene a cuento, porque de pronto me han llegado en tropel, de manera inopinada, desde algún rincón olvidado de mi mente, cantidad de términos que yo ‘robaba’ de oído en aquellos tiempos, como: drapeados, abullonados, fruncidos o plisados; al hilo o al bies; mangas ranglan, pegadas o de farol; escotes redondos, cuadrados, en pico o palabra de honor; talles bajos o imperio; hombreras, bastillas, cinturillas, corchetes, entretelas, ojales, canillas, acericos, dedales, hechuras… Y cosidos a todos ellos, por la doble costura del mismo cuadro del que formaban parte, me han regresado también los nombres de los seriales radiofónicos de Guillermo Sautier Casaseca, seguidos en casa con una unción casi religiosa: “El derecho de los hijos”, “Un “arrabal junto al cielo”, “Ama Rosa”…

Porque aquel dramatismo de las novelas de la radio eran verdaderas válvulas de alivio para los pesares de la gente humilde y sencilla, que comprobábamos cada tarde cómo eran posibles otras vidas aún más desgraciadas y desgarradoras que las nuestras: las penas ajenas nos consolaban de las propias. Por eso los entremeses más livianos, como  el de “Matilde, Perico y Periquín” o los programas de Pepe Iglesias, “El Zorro”, suponían unas treguas de sonrisas entre aquellos duraderos dramones, inductores de lágrima fácil.

Mi madre contaba con la inestimable ayuda de una de mis hermanas y de una o dos aprendizas, según épocas del año. El imprescindible aparato de radio, era una especie de ‘acondicionador de espíritus’ de los corazones femeninos -y también de algunos masculinos emboscados-, a los que alimentaba mediante livianas viandas de coplas, boleros, rancheras y novelas: la banda sonora de mi infancia.

Y para más inri, cada día, cuando mi otra hermana llegaba al anochecer de la peluquería en la que trabajaba desde los quince años, con sus manos en carne viva -a causa de los líquidos de las permanentes, los marcados y los tintes-, desde mi impotencia y desesperación, me planteaba la licitud de aquel empeño de mi familia en que yo estudiara.  

Y así fui creciendo, con el sentimiento de culpa de que todas las mujeres de mi casa trabajasen para que yo no lo hiciera; con las voces de fondo de Marifé de Triana, Juanita Reina, Antoñita Moreno, Lola flores, Antonio Machín… Juana Ginzo, Matilde Conesa, Pedro Pablo Ayuso, Matilde Vilariño… A todo esto, yo deambulaba como una sombra errante por el pasillo vecinal, en busca de un lugar donde posarme con mis libros y mis apuntes.

No obstante, superados por fortuna aquellos tiempos dramáticos, mis hermanas y yo a veces evocamos nuestros peores años con grandes risas y la mirada burlona de quienes pretenden espantar a los fantasmas del pasado. Nos reímos con ganas de las facetas cómicas presentes en nuestra tragedia, como en cualquier otra. Y en esas tesituras, suelo plantear en broma las altas probabilidades que tuve, rodeado de tantas mujeres, de haber adquirido un poco de ‘pluma’. Aunque supongo que deberán ser los demás quienes dictaminen si en verdad ese hecho se produjo o no.

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