domingo, 17 de noviembre de 2013

Capitulo XXXIV - TERREMOTOS



     Con diecinueve años es poco habitual que uno pueda sentir achaques generalizados. Sin embargo aquella noche de febrero del año 69 mientras cenaba noté una sensación extraña, un malestar por todo el cuerpo imposible de localizar o definir. Ni siquiera lo comenté a mi familia porque no habría sabido explicar qué me pasaba. Era una especie de náusea que me invadía el cuerpo por entero. A pesar de ello me marché a casa de un amigo que vivía en la calle Fernando el Católico, donde solíamos reunirnos los compañeros más afines para preparar los exámenes. Tampoco comenté allí mis difusas molestias. Sin embargo, varias veces durante la noche tuve que acallar las conversaciones y pedirles a los demás que prestaran atención a los ruidos o vibraciones que yo notaba. Nadie excepto yo percibía nada fuera de lo normal.
    
     El grupo me despachaba con desganadas explicaciones, tales  como que se trataba del camión de la basura o que algún vecino estaba aparcando. Aunque yo siguiera preocupado erre que erre, enseguida volvíamos al estudio o a la discusión de dudas y problemas. Así se repitió la misma situación una y otra vez, con la ligera irritación de mis compañeros y el apuro que me causaba parecer un pusilánime que se asustaba por cualquier cosa. La explicación de mis inquietudes venía de bastantes años atrás.
    
     Corría el año 63; era ya la tarde-noche de un domingo y, como me solía ocurrir, de pronto recordé que para el lunes tenía que prepararme algunos temas y ejercicios. El viernes anterior, como siempre,  había abandonado los libros con la certeza de que el fin de semana duraría una eternidad. Sin embargo ya estábamos de nuevo en una de aquellas melancólicas tardes de domingo, en las que las voces de los programas deportivos de la radio  me recordaban que el tiempo se me había escapado como el agua entre los dedos; y la angustiosa presión del lunes tan cercano comenzaba a oprimirme el ánimo.
    
     Se me hizo de noche tumbado en la cama, mientras trataba infructuosamente de memorizar aquellas declinaciones y aquellos verbos latinos, impresos en un libro de pastas duras con el dibujo de unas ruinas romanas en su portada. Es la imagen que se me quedó grabada como una foto fija, porque la pared comenzó a temblar de pronto con golpes secos que la desplazaban varios centímetros, aunque me diera la sensación de que se movía al menos una cuarta hacia adelante y hacia atrás. Por un instante asocié las ruinas del libro con aquellas en las que iba a convertirse mi casa en un momento. Pero afortunadamente los terribles temblores cesaron en seco, tan de improviso como habían comenzado.
    

     Toda la familia se quedó en estado de shock; mi abuela incluso sufrió un ataque de amnesia temporal. Enseguida salimos a la calle, en la que vimos pasar a grupos de personas muy serias andando en un extraño mutismo: seguramente irían a casa de sus familiares para comprobar si estaban bien. Esperamos un buen rato en la parada del autobús, en un intento de contactar con mi tía que vivía en la Isla Chica. Pero la espera no pudo ser más angustiosa, porque coincidimos con un hombre que nos estuvo contando con todo lujo de detalles lo que él vivió durante el dantesco terremoto de Agadir, en el que murieron del orden de veinticinco mil personas. Yo recordaba aquella tragedia de mi infancia de manera muy vívida, porque la radio había estado informando puntualmente de todos los pormenores. Me angustiaba el plazo que dieron las autoridades marroquíes para comenzar a incendiar las ruinas,  a pesar de que bastantes observadores opinaban que aún había supervivientes bajo las mismas. Según decía el gobierno marroquí, se veía obligado a tomar tan drástica decisión para evitar la propagación de epidemias, a causa de la proliferación de ratas y la descomposición de tantísimos cadáveres sepultados.
   
     Nos contaba aquel hombre en la parada que él era marinero, y su tripulación se salvó del terremoto por el escaso margen de unos minutos, ya que ocurrió mientras su barco salía de Agadir. Desde el pesquero vieron cómo se iba destruyendo la ciudad completamente y cómo la tierra se tragaba las enormes grúas del puerto. Incluso tuvieron que soportar un maremoto asociado al seísmo.
     Desde aquel día aciago, sobre mi mesilla de noche tengo siempre una linterna, y un maletín a mano, con los documentos más importantes (pesimista que es uno).
    
     Aquella dura experiencia me hizo interesarme por los antecedentes sísmicos de nuestra zona, en la que durante el gran terremoto de 1755, llamado de Lisboa, se produjeron tantos daños en Huelva que incluso llegó a modificarse la línea de costa, a causa del maremoto que sobrevino a continuación; como consecuencia del cual los pescadores de nuestra costa occidental buscaron refugio en una zona algo más segura, donde fundaron la base de lo que fue La Higuerita, hoy Isla Cristina.
    
     Así es que las aprensiones que me producían mis  recuerdos, unidas a  mi especial sensibilidad hacia las vibraciones me estaban jugando aquella noche de estudio del año 69 una mala pasada. Pero de pronto, en una especie de ‘venganza cósmica’ hacia mis incrédulos compañeros, la habitación en la que estábamos comenzó a temblar como un azogado. Toda la casa parecía que se vendría debajo de un momento a otro. Las lámparas se balanceaban como si alguien se columpiase en ellas; y tratamos de salir en tropel todos los ocupantes de la casa. En la oscuridad nadie atinaba a abrir la cancela de hierro y cristales que se movía y crujía, amenazando con romperse y dejarnos  atrapados dentro de la casa.
     
     Cuando por fin conseguimos salir, aún tuve la precaución de buscar un lugar en el centro de la calle exento de cables del alumbrado. Allí formamos una piña mis compañeros y yo, abrazados a nuestra familia anfitriona que se encontraba en paños menores. La duración del seísmo fue tal (en torno a dos minutos y medio y un grado de 7,3 en la escala de Richter) que tuvimos tiempo de observar bien todo lo que pasaba. Era fantasmagórico el aspecto de la calle Palos, que desde donde estábamos se veía borrosa, como desenfocada, a causa de las vibraciones de las fachadas, de la calzada de adoquines y de las aceras. Un impresionante ruido le hacía a uno sentirse insignificante e indefenso: ascendía desde el interior de la tierra, confundido con el fragor lejano de los mismos ruidos que se estaban produciendo a la vez en un área de muchos kilómetros cuadrados.
    
     Como para no tener siempre mi linterna a mano….
   

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