viernes, 7 de diciembre de 2012

Capitulo IV - COLONOS



Por Juan Manuel Bendala

     En Isla Cristina todo el mundo conocía lo arrojado y versátil que era mi tío Juan Figuereo -primo hermano de mi madre-, tanto en los negocios como en cualquier campo que acometiera; desde su faceta poética (compuso el himno del carnaval isleño) hasta las exacerbadas críticas que dirigía al poder; especialmente si su indignación era convenientemente espoleada por un par de copitas. Por eso a nadie le extrañó que se marchara a la entonces Guinea Española con toda su familia.

     Sus negocios como armador, con un almacén de salazones y otros similares no marchaban bien cuando ‘se lió la manta a la cabeza’ y se plantó en Ebebeyin, un poblado en mitad de la selva ecuatorial, que no figuraba ni en los mapas –al menos, en los que teníamos a nuestro alcance-. 
    
     Juan siempre había tenido las ideas muy claras respecto a conceptos que se barajan hoy como novedosos. Jamás quiso tener casa en propiedad, porque sabía que le resultaba más rentable el arrendamiento, con los bajos alquileres de la época. A pesar de ello invirtió tanto en mejorar aquella casa de Isla, que no se veía muy clara su postura. Tendría yo unos doce años cuando mandó picar todos los enlucidos de la vivienda hasta dejarlos en el ladrillo desnudo; después le dieron a las paredes una gruesa capa de asfalto, las enlucieron de nuevo y las pintaron de blanco. Las vigas de los techos las lijaron hasta dejarlas en la madera viva y las barnizaron de un tono muy clarito. Cualquier arquitecto moderno firmaría hoy aquellas reformas. La casa quedó elegante, luminosa y muy andaluza, con un patio de preciosos azulejos de Mensaque en relieve y un bonito pozo de brocal en el centro.
   
     Su esposa, Bella de nombre y de cara, le habría seguido al fin del mundo, a pesar de que estaba habituada a vivir con un confort poco común para la época. En África parecía encontrarse la solución a sus problemas, y no lo dudaron un instante. Una factoría de cacao les aguardaba para su gestión y jefatura.
    
     El matrimonio y sus dos hijos, niña y niño, los cuatro rubios y de ojos claros, eran la viva imagen de los colonos europeos, aunque con un estilo español, familiar y amable      -isleño en suma-, que les hizo ganarse la simpatía y el cariño de ‘los morenos’ bajo sus órdenes. La plantación y la factoría de cacao, allí en medio de ninguna parte, era regentada por la familia con guante de seda y un trato al que no estaban acostumbrados los africanos a recibir de los blancos.
    
     A través de sus cartas nos llegaban de tarde en tarde noticias de ellos. Mi primo Juan Antonio, que era un adolescente cuando se marchó, disfrutaba de las aventuras que cualquier joven solo habría podido vivir en sueños. Con catorce o quince años conducía camiones, cazaba con rifles de grueso calibre y vigilaba lugares paradisíacos y alejados de los ríos a los que iban a bañarse. Mientras los demás nadaban, uno de ellos tenía que montar guardia para prevenir el ataque de los cocodrilos. En una de las fotos que nos enviaron pudimos ver el elefante que utilizaban como animal de carga en las tareas de labor del huerto familiar. Aquellos largos machetes que portaban los hombres para abrirse camino en la espesa selva ecuatorial me transportaban a las novelas de Salgari o de Defoe.
    
     La casa familiar, enclavada en mitad de la selva era una edificación integrada plenamente en el paisaje; construida toda ella en madera y fibras vegetales; se elevaba sobre pequeños pilares clavados en el terreno. A Bella le costó adaptarse a aquel medio tan salvaje y exuberante, a pesar de contar con varios sirvientes que le hacían la vida lo más cómoda posible. Su sueño ligero se veía perturbado por los inquietantes sonidos nocturnos que generaba la selva.

   
      Pero el pesado crujir de maderas y arrastramiento de sillas de aquella noche parecía proceder del mismo interior de la casa. Asustada despertó a su marido, que adormilado se levantó a ver qué pasaba. La visión de aquella inmensa serpiente le heló la sangre en las venas. Llamó con premura a los criados mientras el animal se movía lentamente, como si se encontrase aletargado. Era enorme: tenía varios metros de largo y un grosor de más de veinte centímetros de diámetro. Los criados, a pesar de ser naturales de la zona decían que jamás habían visto nada parecido, y aconsejaban a Juan que dejase tranquilo al animal, porque según ellos había comido hacía poco y estaba haciendo una pesada digestión. Según parecía se había metido en la casa buscando un lugar de refugio.
    
     Pero Juan tenía poca paciencia; tomó uno de aquellos largos machetes de sus hombres y de un tajo cortó a la serpiente por la mitad. Nunca lo hubiera hecho: las dos partes del animal, aun herido de muerte, empezaron a dar coletazos a diestro y siniestro destrozando todo el mobiliario. A cada golpe que daban pulverizaba un armario o lo que pillara por medio. Tuvieron que salir de allí a escape para no perecer en uno de aquellos terribles espasmos. Cuando comprobaron que la serpiente se hallaba más agotada volvió Juan y la remató de un certero machetazo en la cabeza.
    
     Los vientos de la independencia comenzaron a abrirse camino con el envío de anónimos amenazantes a todos los colonos y algún que otro atentado, que aquí en la península el Régimen silenciaba. Una clienta de mi madre nos contó horrorizada en una ocasión cómo mataron a su marido de un par de disparos y lo tiraron al agua delante mismo de ella.
    
     El 12 de octubre del 68, como culminación del proceso de descolonización iniciado en el año 63 -en conversaciones con grupos nacionalistas, por mandato de la ONU- el ministro Fraga Iribarne firmó la cesión de la soberanía de Guinea Ecuatorial al nacionalista radical Francisco Macías Nguema, declarado admirador de Hitler y tío del actual presidente Teodoro Obiang Nguema, quien se hizo con el poder años más tarde, después de deponer y ordenar el asesinato de su propio tío en un cruento golpe de estado.
    
     La familia Figuereo conservó siempre algunos recuerdos de marfil y unas vivencias de película que solo los valientes son llamados a disfrutar de ellas.
    
 

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