Por Juan Manuel Bendala
Mi tío Juan Gascón -en realidad tío
político-, marido de mi tía Emilia, fue para mí lo más parecido al padre que me
faltó cuando yo tenía dos años. Para toda la familia era Gascón, por su
apellido; incluso mi tía siempre le llamó así desde que muy jóvenes se
conocieron. Fue futbolista: un extremo izquierdo muy rápido y bueno; jugó en el
Recreativo y en otros equipos de la provincia, y después trabajó aquí y allá, sobre
todo como pintor de brocha gorda. Su padre se quejaba de que otros en su misma
situación económica habían estudiado y habían conseguido situarse. Pero Gascón
era así, y todo lo que le faltaba de estudioso y disciplinado le sobraba de
corazón y buena persona. Seguramente por ello los hados del destino le premiaron
durante una época de su vida, permitiéndole trabajar en la construcción de las
cabalgatas de Reyes, un trabajo mágico y encantador, como cualquier otro que consiga
despertar la ilusión de los niños.
Por aquellos días aciagos de la muerte de
mi padre, de los que -a pesar de la imposibilidad teórica- aún conservo algunos
recuerdos, me llevaron a casa de mis abuelos maternos, pegada a la mía: en
realidad eran dos casas de vecinos adosadas, cada una con su portón y un
portalón de entrada común. Cuando estábamos en cualquiera de ellas nos
referíamos a ‘la otra casa’. Pues bien, me habían llevado a la otra casa, y no
sé por qué, pero lo cierto es que aquel día cuando abrí los ojos me desperté en
la cama de matrimonio de mis abuelos. La chocante visión de los dos montados en
aquel gran caballo de cartón, incluso a un niño de mi edad le resultó tan extraña
como para que se le quedase grabada en la memoria.
Por lo que supe más tarde, aquel caballito
de cartón de grandes proporciones iba en una de las carrozas de Reyes, y mi tío
se lo pudo traer a casa porque alguien le había roto el cuello a la figura; antes
se lo pegaría muy bien para que yo no lo notara. Su estructura interior de
madera le permitía cargar con bastante peso, porque descansaba sobre una sólida
base también de madera, con cuatro ruedas.
Aquel insólito juguete se convirtió pronto
en un estorbo que no encontraba acomodo en ninguna de las dos casas, y estaba
todo el tiempo de aquí para allá. Teóricamente yo era su dueño; uno de verdad
no me habría dado más complicaciones de cabeza:
-¡Llévate el
caballo para la otra casa! ¡Qué jarta estoy de caballo! ¿Cuándo vas a tirar
esto?, que ya tú eres muy grande.
Debido a los habituales tiras y aflojas entre
vecinos sobre el control de las zonas comunes de la casa, el caballo reivindicador
pasó a ocupar un lugar en un entrante del
pasillo. Allí iba yo de vez en cuando a admirarlo más que a montarme en él.
Como la cabezota se le caía, mi madre se la pegaba con un esparadrapo ancho
rodeándole todo el cuello. A pesar de ello yo quería conservarlo, con el íntimo
propósito de restaurarlo algún día, cuando contase con los medios adecuados.
Para mí el caballo era el testimonio material de un tiempo trágico que marcó mi
vida, y la explicación de algunas de las circunstancias en las que yo había
venido a este mundo.
Aquella
jaca gris, con zonas de su capa casi blanca, era una verdadera obra de arte más
que de artesanía. Mientras admiraba la labor que hicieron aquellos ‘niños
grandes’ llenos de ilusión, como el bueno de mi tío Gascón, agradecía
íntimamente la suerte que había tenido de que el insólito juguete hubiera
terminado en mi poder. Me preguntaba si podría conservarlo durante toda mi vida,
para que me recordase aquel tiempo tan aciago del que yo procedía y al que no quería
renunciar, porque daba sentido al porqué de cómo soy y respuesta a muchos de
mis interrogantes. Aquella magnífica escultura de papel maché con sus detalles
en relieve pintados en tonos suaves bastante realistas: las riendas, la silla
de montar, los ojos, los belfos, la cola los cascos… me traían las imágenes y hasta
los recuerdos sensoriales del momento en que me acercaron al féretro de mi
padre en la habitación interior, para que le diese un
beso en la frente; me hacía ver de nuevo al presidente de la Cofradía de
Pescadores bajando los tres escalones del portal, con la pierna enyesada hasta
la ingle para darnos el pésame, apoyado en unas muletas de madera; la carroza
fúnebre que se alejaba del Punto, mientras alaridos de dolor hendían el aire de
la casa; la pena y la piedad que la gente nos mostraban a mis hermanas y a mí…
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