sábado, 8 de diciembre de 2012

Capitulo XII - EL CABALLO DE CARTÓN


Por Juan Manuel Bendala    

    
     Mi tío Juan Gascón -en realidad tío político-, marido de mi tía Emilia, fue para mí lo más parecido al padre que me faltó cuando yo tenía dos años. Para toda la familia era Gascón, por su apellido; incluso mi tía siempre le llamó así desde que muy jóvenes se conocieron. Fue futbolista: un extremo izquierdo muy rápido y bueno; jugó en el Recreativo y en otros equipos de la provincia, y después trabajó aquí y allá, sobre todo como pintor de brocha gorda. Su padre se quejaba de que otros en su misma situación económica habían estudiado y habían conseguido situarse. Pero Gascón era así, y todo lo que le faltaba de estudioso y disciplinado le sobraba de corazón y buena persona. Seguramente por ello los hados del destino le premiaron durante una época de su vida, permitiéndole trabajar en la construcción de las cabalgatas de Reyes, un trabajo mágico y encantador, como cualquier otro que consiga despertar la ilusión de los niños.
    
     Por aquellos días aciagos de la muerte de mi padre, de los que -a pesar de la imposibilidad teórica- aún conservo algunos recuerdos, me llevaron a casa de mis abuelos maternos, pegada a la mía: en realidad eran dos casas de vecinos adosadas, cada una con su portón y un portalón de entrada común. Cuando estábamos en cualquiera de ellas nos referíamos a ‘la otra casa’. Pues bien, me habían llevado a la otra casa, y no sé por qué, pero lo cierto es que aquel día cuando abrí los ojos me desperté en la cama de matrimonio de mis abuelos. La chocante visión de los dos montados en aquel gran caballo de cartón, incluso a un niño de mi edad le resultó tan extraña como para que se le quedase grabada en la memoria.
    
     Por lo que supe más tarde, aquel caballito de cartón de grandes proporciones iba en una de las carrozas de Reyes, y mi tío se lo pudo traer a casa porque alguien le había roto el cuello a la figura; antes se lo pegaría muy bien para que yo no lo notara. Su estructura interior de madera le permitía cargar con bastante peso, porque descansaba sobre una sólida base también de madera, con cuatro ruedas.
    
     Aquel insólito juguete se convirtió pronto en un estorbo que no encontraba acomodo en ninguna de las dos casas, y estaba todo el tiempo de aquí para allá. Teóricamente yo era su dueño; uno de verdad no me habría dado más complicaciones de cabeza:

-¡Llévate el caballo para la otra casa! ¡Qué jarta estoy de caballo! ¿Cuándo vas a tirar esto?, que ya tú eres muy grande.
    
     Debido a los habituales tiras y aflojas entre vecinos sobre el control de las zonas comunes de la casa, el caballo reivindicador pasó a ocupar un lugar en un entrante  del pasillo. Allí iba yo de vez en cuando a admirarlo más que a montarme en él. Como la cabezota se le caía, mi madre se la pegaba con un esparadrapo ancho rodeándole todo el cuello. A pesar de ello yo quería conservarlo, con el íntimo propósito de restaurarlo algún día, cuando contase con los medios adecuados. Para mí el caballo era el testimonio material de un tiempo trágico que marcó mi vida, y la explicación de algunas de las circunstancias en las que yo había venido a este mundo.
   
      Aquella jaca gris, con zonas de su capa casi blanca, era una verdadera obra de arte más que de artesanía. Mientras admiraba la labor que hicieron aquellos ‘niños grandes’ llenos de ilusión, como el bueno de mi tío Gascón, agradecía íntimamente la suerte que había tenido de que el insólito juguete hubiera terminado en mi poder. Me preguntaba si podría conservarlo durante toda mi vida, para que me recordase aquel tiempo tan aciago del que yo procedía y al que no quería renunciar, porque daba sentido al porqué de cómo soy y respuesta a muchos de mis interrogantes. Aquella magnífica escultura de papel maché con sus detalles en relieve pintados en tonos suaves bastante realistas: las riendas, la silla de montar, los ojos, los belfos, la cola los cascos… me traían las imágenes y hasta los recuerdos sensoriales del momento en que me acercaron al féretro de mi padre en la habitación interior, para que le diese un beso en la frente; me hacía ver de nuevo al presidente de la Cofradía de Pescadores bajando los tres escalones del portal, con la pierna enyesada hasta la ingle para darnos el pésame, apoyado en unas muletas de madera; la carroza fúnebre que se alejaba del Punto, mientras alaridos de dolor hendían el aire de la casa; la pena y la piedad que la gente nos mostraban a mis hermanas y a mí…

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