viernes, 7 de diciembre de 2012

Capitulo III - EL LAMBUZÓN



    

EL LAMBUZÓN
Por Juan Manuel Bendala
    
     El hombre era un aprovechado y un glotón, lo que en Huelva se conocía como un lambuzón. Dondequiera que estuviese tenía que comerse lo que le correspondiera a él, más una parte de lo ajeno. Por eso en aquel barco mercante lo calaron enseguida sus compañeros de tripulación. Durante las horas de las comidas  les resultaba desagradable verlo tragar literalmente los alimentos como si viniese de un naufragio, con una desconsideración y una glotonería carentes de la más elemental cortesía hacia los demás.
    
     A menudo merodeaba por la cocina o por el comedor de oficiales y rebuscaba hasta que conseguía alguna sobra: una pieza de fruta, un pastelillo, o cualquier otra fruslería apetecible para él. No tenía aspecto de pasar hambre, aunque un metabolismo  extremo o algún trastorno obsesivo compulsivo podrían ser el origen de tal proceder. Sus compañeros no hilaban tan fino y solo veían en él a un egoísta caradura. Cualquier reconvención que le hicieran la rebatía el lambuzón con excusas y contraataques sobre los usos y costumbres de los demás. Nunca se avino a razones y siguió campando a sus anchas atropellando derechos y sensibilidades. Por eso la conspiración surgió casi de manera espontánea: tenían que escarmentarlo para siempre jamás.
    





     Era verano y la cálida temperatura ambiente impedía que las patatas desprendiesen vapor de manera apreciable, aunque conservasen íntegro todo su calor interior, del modo eficaz en que lo hacen las patatas calientes.
    
     Y allí quedaron las patatitas, tan bonitas y calentitas ellas, desguarnecidas e indefensas, a merced de cualquier glotón caprichoso; pues una repentina y “casual” ausencia simultánea del cocinero y de sus pinches mostraba la cocina aparentemente  desierta.
    
     Al lambuzón, que tenía mejores ‘vientos’ que un perro perdiguero, pronto le llegó la tentación. Apareció por allí como tantas otras veces, husmeando aquí y allá. La visión de la bandeja le hizo caer en un trance profundo, lo que le impidió sospechar de tanta soledad. No obstante, miró a uno y otro lado y ya no pudo aguantar más. Como un ave de presa cayó veloz sobre la cima de la pirámide, cogió la patata que la coronaba y con la misma rapidez se la metió en la boca.
    
     Nunca supo cómo, pero lo cierto es que de pronto empezó a aparecer gente por allí, como si se hubiera materializado de la nada. Instintivamente, con objeto de ocultar su falta, se tragó el cuerpo del delito. Nunca lo hubiera hecho: la patata caliente comenzó a bajarle lentamente por el esófago, mientras él golpeaba con la mano el mamparo del barco más próximo una y otra vez. A duras penas el hombre se mantuvo en silencio, con la boca apretada y un indefinible rictus de dolor en su rostro, mientras gruesas lágrimas le resbalaban por las mejillas. 

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