EL
LAMBUZÓN
Por
Juan Manuel Bendala
El hombre era un aprovechado y un glotón,
lo que en Huelva se conocía como un lambuzón. Dondequiera que estuviese tenía
que comerse lo que le correspondiera a él, más una parte de lo ajeno. Por eso
en aquel barco mercante lo calaron enseguida sus compañeros de tripulación. Durante
las horas de las comidas les resultaba
desagradable verlo tragar literalmente los alimentos como si viniese de un
naufragio, con una desconsideración y una glotonería carentes de la más
elemental cortesía hacia los demás.
A menudo merodeaba por la cocina o por el
comedor de oficiales y rebuscaba hasta que conseguía alguna sobra: una pieza de
fruta, un pastelillo, o cualquier otra fruslería apetecible para él. No tenía
aspecto de pasar hambre, aunque un metabolismo
extremo o algún trastorno obsesivo compulsivo podrían ser el origen de tal
proceder. Sus compañeros no hilaban tan fino y solo veían en él a un egoísta
caradura. Cualquier reconvención que le hicieran la rebatía el lambuzón con excusas
y contraataques sobre los usos y costumbres de los demás. Nunca se avino a
razones y siguió campando a sus anchas atropellando derechos y sensibilidades. Por
eso la conspiración surgió casi de manera espontánea: tenían que escarmentarlo para
siempre jamás.
Era verano y la cálida temperatura
ambiente impedía que las patatas desprendiesen vapor de manera apreciable, aunque
conservasen íntegro todo su calor interior, del modo eficaz en que lo hacen las
patatas calientes.
Y allí quedaron las patatitas, tan bonitas
y calentitas ellas, desguarnecidas e indefensas, a merced de cualquier glotón caprichoso;
pues una repentina y “casual” ausencia simultánea del cocinero y de sus pinches
mostraba la cocina aparentemente desierta.
Al lambuzón, que tenía mejores ‘vientos’
que un perro perdiguero, pronto le llegó la tentación. Apareció por allí como
tantas otras veces, husmeando aquí y allá. La visión de la bandeja le hizo caer
en un trance profundo, lo que le impidió sospechar de tanta soledad. No
obstante, miró a uno y otro lado y ya no pudo aguantar más. Como un ave de
presa cayó veloz sobre la cima de la pirámide, cogió la patata que la coronaba
y con la misma rapidez se la metió en la boca.
Nunca supo cómo, pero lo cierto es que de
pronto empezó a aparecer gente por allí, como si se hubiera materializado de la
nada. Instintivamente, con objeto de ocultar su falta, se tragó el cuerpo del
delito. Nunca lo hubiera hecho: la patata caliente comenzó a bajarle lentamente
por el esófago, mientras él golpeaba con la mano el mamparo del barco más próximo una y otra vez. A duras penas el hombre se
mantuvo en silencio, con la boca apretada y un indefinible rictus de dolor en
su rostro, mientras gruesas lágrimas le resbalaban por las mejillas.
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