MEMORIAS
DE SAN FRANCISCO
Por
Juan Manuel Bendala
Me
‘apunté’ en el Colegio de San Francisco con la esperanza de que mi amigo
Miguelín me sirviera de guía. Él era unos años mayor que yo y llevaba allí un
par de cursos. Yo venía de la miga de doña Josefa, en la que aprendí mis
primeras letras, y me tomé con entusiasmo aquello de acudir a un colegio ‘de verdad’, con niños ‘grandes’ y un maestro en cada clase. Al
poco tiempo Miguelín se marchó: debe tratarse de mi sino eso de quedarme solo.
Pronto sentí que había entrado en una
institución importante, a juzgar por la inscripción que figuraba en un gran
azulejo del patio: “La Patria es el depósito sagrado de todos los amores de la
vida”, firmada por Manuel Siurot. Aquel señor, según decían los maestros, había
sido profesor de todos ellos, y en colaboración con el arcipreste don Manuel
González había participado en la fundación de Las Escuelas del Sagrado Corazón,
nombre oficial del colegio, aunque en la zona se le conociese como Colegio de San Francisco; levantado en
el terreno que había ocupado el atrio lateral de la iglesia a la que estaba
adosado, con la que se comunicaba por una puerta abierta en el muro.
Según me parecía a mí, Siurot debía haber
sido un personaje muy relevante para que pusieran sus palabras en las paredes.
En el santuario de la Cinta, al final de la avenida que lleva su nombre, un día
vi un azulejo dedicado a su memoria, con una inscripción en la que se leía: “A
don Manuel Siurot. Por bueno sabio y generoso, maestro de niños pobres”; lo que
me hizo caer en la cuenta de que yo era uno más de aquellos niños pobre, aunque
hasta entonces no me hubiera dado cuenta de ello.
Puede extraerse una idea de mi desvalimiento y falta de
información el hecho de que el día de mi ingreso en el colegio, mientras el
director, don Antonio Castilla, procedía a mi inscripción tuvo que ausentarse
del despacho y me dejó allí solo, no sin antes
encargarme que descolgara el
teléfono si sonaba; era un aparato negro de pared, de los que había visto en las películas en blanco y negro de
policías, por encima de las tapias del Cine Colón. Preocupado como siempre por lo
desconocido, se me planteó la duda sobre qué extremo era el de hablar y cuál el
de escuchar. Sonó el temible artefacto y mi intuición me hizo salir del trance.
Me sorprendí a mí mismo contestando con aparente serenidad que don Antonio
había tenido que salir urgentemente, y hasta pregunté si querían dejar algún
recado. Aún tuve aplomo para recrearme en la contemplación de aquellos
imponentes muebles castellanos profusamente tallados, sobre los que descansaban
piezas de la colección de utensilios prehistóricos de piedras talladas y
pulimentadas que poseía don Antonio.
Ya era un veterano del último curso del
colegio cuando don José Pulgarín, mi maestro, me pidió que me hiciera cargo de
la preparación del chocolate para el desayuno de los niños más desfavorecidos
del colegio, sugiriéndome de paso que yo desayunara también allí. Me presté a
hacer de cocinero, pero dejé claro que yo no desayunaría: no me veía tan
menesteroso como para eso. Mi orgullo herido se curó con el convencimiento de que
mi aportación sería la de un voluntario benefactor de otros más necesitados que
yo. La tarea pronto me sedujo, y vi en ella la ocasión para librarme de
aquellos interminables rosarios al inicio de cada jornada escolar. Es posible
que don José hubiera pensado en mí debido a mi aspecto de niño formalito y
responsable, además de que por mi condición de huérfano de padre me considerara,
con razón, deficientemente alimentado.
En una pequeña cocinita pegada a la pared
lateral de la iglesia, aprendí a preparar un mejunje con la leche en polvo de
los americanos, que previamente desleía en agua, en una gran olla cilíndrica de
aluminio, junto con un terroso cacao en polvo de no sé qué procedencia. Iba removiendo
aquella pasta tan poco miscible con un batidor de alambre, hasta que conseguía disolver
los grumos poco a poco. Mientras tanto encendía la hornilla de carbón con
papeles de periódicos y enérgicos movimientos de un abanador. Mientras tanto, por
la puerta entreabierta me llegaba el cansino rumor de los rezos hilvanados con
desgana por mis compañeros; ascendían casi con sordina por la escalera abierta
en el ancho muro lateral entre la iglesia y el patio del colegio.
Si en casa la medida del tiempo para los
huevos cocidos o pasados por agua se hacía a base de avemarías, la preparación
del chocolate llegué a sincronizarla con la duración del rosario. El tiempo se
me pasaba volando entre abanar y remover el chocolate para que no se pegase en
el fondo. Me recreaba marcando el ritmo de la monótona salmodia con las vueltas
del batidor; y desde mi cocinita le llegué a tomar a aquellos rezos el afecto
nostálgico de lo que se deja atrás; ya ni me parecían tan largas las jaculatorias
repetidas una y otra vez hasta que perdían su significado. Ni siquiera
temía ya el final del rosario, cuando como colofón de tantos misterios y
avemarías se iniciaba la larga lista de latines incomprensibles: “-Mater Amabilis,
-ora pro nobis, -Mater Admirabilis,
-ora
pro nobis, -Virgen Prudens –ora pro nobis….”.
El ambiente austero del colegio no me
impidió disfrutar con las enseñanzas de maestros sencillos y buenos
profesionales:
Don Antonio Carretero, bajito, humilde y
apacible, enfundado en su bata beige se enorgullecía de que su pueblo –Campofrío-
poseyese la plaza de toros más antigua de España. Con paciencia infinita me
enseñó a dividir; y yo agradecido le ayudaba corrigiendo los cuadernos de mis
compañeros, cuyas letras él no lograba entender.
Durante muy poco tiempo estuve con don
José Aragón, buen maestro y hombre de trato afable, al que desgraciadamente
sustituyó por un tiempo un señor de cuyo nombre afortunadamente no me acuerdo,
y que me dio el primer, único e injusto palmetazo de mi vida, que me inoculó el
odio hacia cualquier tipo de poder omnímodo, de injusticia o de castigo
colectivo. Algunos ‘elementos’ de la clase habían estado alborotando, aunque no
como para que nos formase a todos en fila india y nos fuera golpeando las
palmas de las manos con saña y un cierto sadismo. Si hacías ademán de retirar
la mano aún te daba más fuerte.
De don Francisco López recuerdo su
bigotillo recortado con tiralíneas y su obsesión por la venta de cuadernos,
lápices y cosas así, en las que tendría un pequeñísimo margen, que no sé cómo
podría compensarle de tanta contabilidad y seguimiento como se veía obligado a
llevar –por nuestro bien, decía- para que nos saliese más barato el material
escolar. Es posible que así fuese, pero
las clases se convertían en el trasunto de una papelería. A pesar de ello, como
sus compañeros, era un buen maestro que también fomentó nuestro deseo de
aprender.
La llegada al curso del alto y corpulento don
Juan Aquino, con un vozarrón digno de su tamaño, suponía que uno ya se hallaba entre
los niños mayores del colegio, abandonaba para siempre la escritura a lápiz y
se enfrentaba a la difícil tarea de escribir al dictado, en una lucha
permanente contra las faltas de ortografía -“Don Juan, ¿con uve o con be?”-, los
goterones de tinta y el despunte de la plumilla que se atascaba en el papel.
El último curso, en la clase sexta, lo
atendía don José Pulgarín, a quien siempre consideraré “mi maestro”. Impartía
sus enseñanzas en un aula instalada en lo que alguna vez fue un pequeño salón de
actos y antes había sido el coro de la iglesia de San Francisco. El artesonado
del techo, quizás del siglo xv, con sus vigas dobles de pared a pared, y el
pequeño escenario con todo el frente de madera chapada en color nogal y sus
cortinas de terciopelo rojo le proporcionaban un aire decadente de insólito
misterio. Un busto en bronce de Siurot adornaba la estancia, metido en una
hornacina del muro, como si fuese un santo, tan cerquita de mi banca que llegué
a considerarlo casi de mi propiedad: me encantaba el tacto del metal y me hacía
pensar que ningún niño tenía la suerte de estudiar en un lugar con tanto
encanto como aquel. A ese privilegio le correspondía yo limpiando la estatua de
vez en cuando y quitándole los bigotes de tiza que le pintaban los chiquillos.
Un buen día una señora muy mayor -que al
parecer había sido sobrina del prócer-, nos contó cómo durante la visita de
Alfonso XIII a Huelva había estado el Rey en aquella clase, en la que le pidió
a un niño que escribiese la letra eme
en la pizarra. El niño se ‘amuló’ un poco y le dijo al monarca que no sabía, a
lo que este tomó la tiza y sobre el encerado de cemento empotrado en la pared
trazó una elegante eme mayúscula de
caligrafía inglesa. La letra quedó allí como una reliquia, hasta que el tiempo
la fue borrando.
Por aquel entonces don José preparaba cada
año a un grupito de sus alumnos más destacados para presentarlos a los Campeonatos
Provinciales de Enseñanza Primaria, auspiciados por la Diputación Provincial; y
era raro que sus pupilos no consiguieran algún premio. Las pruebas, basadas
fundamentalmente en redacciones sobre diversos temas de cultura general, se
desarrollaban a nivel local, comarcal y provincial, en sucesivas fases
eliminatorias. En la azotea del colegio nos entrenábamos el grupito
seleccionado, repasando grandes mapas de geografía física y política, más que
nada de España y Europa y haciéndonos preguntas unos a otros sobre diversas
materias. Unas vértebras de ballena hacían las veces de taburetes sobre los que
nos sentábamos. Era una delicia estar allí al aire libre sobre tan exóticos
asientos, al tiempo que te librabas de las clases habituales.
Sin
embargo, la primera vez que me presenté con diez años, aún no tenía la madurez
suficiente y ‘me tumbaron’. Para consolarme, don José me prometió que si al año
siguiente no conseguía que yo ganara se afeitaría el bigote. Y tuvimos la
suerte él y yo de que lo conservara*
Aquel tiempo que transcurría tan lento y
cundía tanto supuso una parte muy importante de mi vida. Por eso los momentos
en los que me recostaba boca arriba sobre los bancos de azulejos del patio, escrutando
el cielo de un azul irrepetible, se me quedaron grabados en la memoria de forma
indeleble. Miraba hacia el infinito tratando de ver qué había más allá de aquel
azul, aunque nunca consiguiera traspasarlo: era el cielo luminoso de una Huelva
que jamás volverá.
Cuando don José me presentó después al
examen-oposición para conseguir una beca de bachillerato, yo ni sabía qué era
una beca ni qué era el bachillerato. A diez magras becas optábamos cientos de
niñas y niños. Conseguí la beca y aprobé el examen de ingreso, y cuándo acudí a
don José para explicarle que me habían pedido 175 pesetas como matrícula y que
mi madre no las tenía, el bueno de mi maestro me dejó claro que él me había
ayudado hasta donde había podido y que a partir de ese momento tendría que buscarme
la vida por mi cuenta. Aunque al principio me dolió en cierto modo su
desentendimiento, más tarde comprendí que el buen hombre hizo cuanto pudo por
sacarme del mundo tan limitado en el que yo había venido al mundo.
*He conservado con cariño un pequeño
diploma de aquella ‘gesta’, con las firmas del gobernador civil (casi un
sátrapa del Régimen en la provincia), el presidente de la Diputación y el
inspector jefe de Enseñanza Primaria. Las mil pesetas de premio las entregué
como ayuda en casa, aunque me compraron un reloj de cadete Cauny Prima de 17
rubíes, un lujo asiático para mí.
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