jueves, 18 de abril de 2013

Capítulo XXIV - EL TRASLADO



Por Juan Manuel Bendala
    
     Cuando los isleños vieron al Juane en el muelle de Isla Cristina preparándose para hacerse a la mar debieron pensar que estaba loco. El patrón, con la ayuda de un marinero arranchaba las velas del falucho y aseguraba con ataduras unos cuantos enseres domésticos en lo que parecía un traslado. Ya casi estaba encima el temporal: por el suroeste llegaba una negrura que solo verla daba miedo.

     Todos los barcos de pesca hacía horas que habían regresado al puerto. Algunos a los que no les dio tiempo de llegar a Isla se habían refugiado en Huelva, en Punta Umbría y en el Terrón. En aquel tiempo las tormentas eran imponentes, y el Juane lo sabía. Solía relatar cómo en una de ellas se habían resguardado en La Rábida, donde fondearon y además amarraron el barco a un grueso pino centenario, junto al Muelle de la Reina. En lo más álgido de la tormenta el ancla garreó por el fondo y la gruesa estacha de amarre arrancó el pino de cuajo. Lo más llamativo del caso era que ahora se estaba preparando para volver precisamente a ese mismo lugar, donde patronearía uno de los barcos en la almadraba de Tejero.
    
    
Pero cuando los asombrados testigos de la Higuerita ya no dieron crédito a sus ojos fue cuando vieron aparecer también en el muelle y embarcarse a la mujer y a los tres niños del Juane. De entre los fuertes murmullos de desaprobación y las iniciales ráfagas de viento resaltaron algunas recriminaciones con la característica caída del dejillo isleño:

-¡¡¡Pero chiquiiiiiillo, ¿adónde vas, chiquiiillo?!!!
    
     El Juane, lacónicamente se limitó a responder que iba a la almadraba de La Rábida. Soltó las amarras, desplegó todo el trapo de la gran vela latina y se adentró con suavidad en la ría del Carreras.
    
     Al comienzo de la singladura todo fue bien, salvo los amenazantes colores del cielo y de la mar. El barco de vela se deslizaba veloz, con el viento a favor por su aleta de estribor. Así lo tenía previsto el patrón; navegaban a la misma velocidad que podrían haberlo hecho en un barco de  motor o más Pero el temporal comenzó a rolar a uno y otro lado, y grandes olas fueron encrespando la mar más y más. Los rayos caían por todas partes, iluminando a empellones la negrura del cielo y del agua. Los hombres luchaban con los cabos del aparejo hasta sangrarles las manos. El Juane blasfemaba maldiciendo a todos los santos del cielo, que parecían iban a empezar a caer sobre él de dos en dos. Los tres niños y la mujer, refugiados en el fondo de la embarcación, rezaban y lloraban aterrorizados.
    
     Cuando por fin aparecieron en el estero de Domingo Rubio, a las puertas de la almadraba, los marineros que allí estaban los contemplaron como a una aparición, y les preguntaban asombrados:

-Pero, ¿de dónde vienen ustedes? ¿Cómo se les ocurre salir a navegar en un día así, y con tres niños pequeños?
   
 El Juane, con la naturalidad  del que sabe lo que hace, respondía a unos y a otros:

-No pasa ná, no pasa ná; venimos de la Higuerita.   
    
     Más de una vez le pregunté a mi abuelo, El Juane, cómo había sido tan loco como para poner en riesgo la vida de sus hijos y de su mujer con un viaje así. Y él sin inmutarse, invariablemente me contestaba.

-No había cuidao. Si yo llego a ver la cosa mala pongo proa a la costa, y el barco se pierde, pero nosotros caemos en seco.

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