Por Juan Manuel Bendala. Ilustración de
Vicente Toti.
Sé que si no escribo unas líneas en este
momento nunca más podré recordar con nitidez los sentimientos de pena, piedad y
remordimientos que ahora mismo embargan mi ánimo. Acaba de morir mi gato, y noto
que solo me atrevo a llorarlo por dentro. En casa hasta ahora nunca habíamos
tenido animales de compañía, y eso explicaría el pudor de mis lágrimas. Me lo
ha matado un coche delante justo de casa. Las lágrimas pugnan por salir de mis
ojos, pero yo las reprimo abriéndolos de par en par y parpadeando con
frecuencia. A decir verdad, ni siquiera era mi gato, era de una vecina; tampoco
era gato: era gata. Pero lo nombrábamos así, el gato, porque, al principio no
le concedimos ni la apreciación de un sexo concreto.
Llegó a nuestras vidas como de rebote; había nacido en una casa donde
suelen criar a los animales como a las malvas. Su madre una gata blanquísima,
seria, abúlica y algo huraña se deja querer de vez en cuando por un gato atigrado
color canela, de peor encare que la madre, que merodea por aquí; se ganó a
pulso el nombre de Cabezón, además de por sus proporciones anatómicas, por su
insistencia en venir a cortejarla. Esa gata blanca se va a morir cualquier día
de estos; está muy gastada de tantos partos, pero su dueña no la quiere
esterilizar porque dice que la naturaleza debe seguir su curso. Hasta ahora los
gatitos recién nacidos seguían distintas suertes, pero todos iban desapareciendo.
En eso, el gatito negro con rayas entre canelas y grises nos dio pena y
comenzamos a alimentarlo.
El animal enseguida ganó en tamaño y vitalidad. Nunca se había visto un
gato tan listo, tan revoltoso, tan vital. Un mal día cayó por aquí un niño que
pareció interesarse por el gato -todavía no era ni gata-, lo vimos encariñado
con él, nos preguntó si era nuestro y le dijimos que no y que sería mejor para
él que se lo llevara. Nunca lo hubiéramos hecho: al cabo de varios días regresó
el niño con otros amigos, y el gato en un lamentable estado. Parecía como si le
hubieran hecho perrerías, o ¿debería decirse gaterías? Estaba delgadito,
desconfiado, traumatizado. Después de un tiempo, fue recobrando poco a poco su
pasada vitalidad, aunque conservó una cierta reserva ante los extraños. La abundancia de leche, piensos y carnes de su
gusto pronto le proporcionaron una musculatura más propia de una pantera
pequeña que de un gato doméstico. Por aquí se han visto muchos gatos, pero
ninguno como ella: de cabeza pequeña y proporcionada, siempre te miraba
directamente a los ojos. Dicen que no debe mirarse a los ojos a los gatos; no
sé por qué: seguramente existirá el temor de sucumbir ante su hechizo.
Por regla general no la dejábamos entrar en casa, porque al fin y al cabo
no la considerábamos nuestra; pero ella a nosotros sí nos había adoptado como a
su familia. De todos modos, al primer descuido se nos colaba dentro y husmeaba
por toda la casa: debajo de las camas, de las mesas de las butacas, con un
ronroneo como de satisfacción. Debió parecerle que yo ejercía de jefe del clan,
porque se acurrucaba debajo de mi silla y costaba trabajo sacarla de allí.
Seguramente pensaba que si conseguía mi beneplácito estaría salvada.
A pesar de la abundante alimentación, su instinto cazador le hizo
aparecer en una ocasión con una rata muerta en la boca, y eso ya no gustó nada
en casa; el asco, el miedo a que trajese algún tipo de contagio… nos hizo
cerrarle aún más el ‘paraíso’. Magdalena, que así la bautizó mi hija -porque
lloraba como tal, implorando un lugar en nuestro hogar-, insistía en su demanda
de asilo, cada vez con mayor energía. Los mosquiteros no eran obstáculos para
ella: en un tris-tras aprendió a abrirlos de una trompada. Las persianas las
subía como si tal cosa…
Tuvimos que reforzar nuestras defensas: colocar rejillas de plástico
duro…; y decidimos dejar de echarle comida, pensando que así nos dejaría
tranquilos y se marcharía a otro lugar. Nos faltó el conocimiento y la
sensibilidad suficientes -algo tan frecuente por desgracia- como para saber que
cuando se adopta a un animal es por el plazo de su vida o la nuestra. Fue peor
el remedio que la enfermedad: redobló su actividad cazadora, y las ratas de la
marisma cercana pasaron una mala racha.
Pero Magdalena no sólo cazaba toda clase de animales, además venía a
comérselos a nuestro umbral, para demostramos que no necesitaba nuestra comida.
Los pájaros, las salamanquesas, los grillos y cualquier tipo de proteína animal
caía en sus fauces, y los restos quedaban de regalo para las hormigas sobre
las baldosas de nuestro zaguán.
Un ser tan inteligente, enseguida percibió que yo era el más débil de la
familia, y cuando salía a la terraza me maullaba con desesperación, abriendo su
boca exageradamente. Por supuesto, siempre le caía alguna cosilla; un día unos
trocitos de queso -son restos de las
tapas de ayer- otro, un poco de chorizo –total, está muy malo y no nos gusta-. No sé si porque su queja casual
del primer día le resultó fructífera o porque ella también me bautizó a mí con
un extraño nombre -del que desconozco el significado-, lo cierto es que empezó
a llamarme “¡eo!”. El maullido de los gatos siempre me había sonado como “miau”;
pero aquella gata me llamaba y reclamaba, incansable y lastimeramente, ¡eooo,
eooo, eoooo!, así, hasta que le echaba algo. Para confirmar esta apreciación
hice algunas pruebas: si se asomaba mi hija, la llamada era miaí, miaí, o algo
parecido. En cuanto sabía que yo estaba en casa: ¡eooo, eooo, eooo!
El gato cabezón de rayas atigradas la dejó preñada, y tuvo solo dos
gatitos producto de la escasez; las últimas lluvias de esta primavera se los
ahogaron, y ella adoptó a otros cuatro que tuvo su madre, la gata blanca. Los
gatitos la tenían seca de tanto mamarle; le amasaban el vientre con las dos
manos, mientras ella paciente se dejaba hacer. Seguramente debía de estar
desesperada de pasar tanta hambre. A nosotros se nos partía el corazón de verla
tan escuálida, pero siempre prevalecía el egoísmo de nuestros propios
intereses.
Así hemos estado los últimos tiempos; insistía menos, pero cuando íbamos
a entrar en casa se pegaba como una lapa a la hoja de la puerta. Con firmeza,
pero intentando no hacerle daño la apartábamos con el pie; ella se recostaba
contra el empeine del zapato y empujaba con todo su peso, hasta que se rendía.
Utilizaba toda clase de artimañas para colarse, y seguíamos encontrándola
dentro cada dos por tres.
Hace unos días mi hija la sorprendió tumbada en mitad de la carretera, -cosa
extraña, porque jamás la cruzaba, debido a un susto que se llevó cuando era un
cachorrito-; la echó de allí y le riñó. Un par de veces más volvió a la misma
actitud.
Esta mañana de sábado, sobre las diez, lo ha vuelto a intentar, y esta
vez lo ha conseguido. Cuando divisé su conocido cuerpo sobre el asfalto, algo
se rompió dentro de mí, porque el querido animal se debatía en su agonía
intentando una carrera imposible; estiraba las patas y las manos y un puro
estertor la sacudía por entero.
Ya no me despedirá más por las mañanas, ni me recibirá por las tardes;
no me asombrarán sus escalofriantes piruetas sobre la valla metálica, ni su
valor, que ponía en fuga a perros de gran tamaño. Ya no me llamará más ¡eooo,
eooo, eoooo! Quise haberla podido tener en algún lugar adecuado para ella y
para nosotros, y no pudo ser; nunca lo será ya: la muerte es la consagración permanente
de las frustraciones. Intento pensar que el shock del accidente bloqueó sus
sentidos y le ahorró los últimos dolores. Quiero creer que ella me habrá
perdonado; yo jamás podré hacerlo.
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