Por Juan Manuel Bendala. Ilustración de
Vicente Toti.
El valor
de las tropas italianas durante la Guerra Civil Española no fue muy apreciado
entre los soldados españoles de uno y otro bando, que hacían constantes chistes
a su costa, a pesar de que los soldados del Duce morían tanto como los demás, y
a veces más. Habían caído por miles en el frente de Guadalajara y ni aun así se
libraban del sambenito de cobardes e indisciplinados. Quizás detalles como el
que sucedió el día que nos ocupa fueran la causa de esa mala fama.
Hacinados en el fondo de la
profunda trinchera los italianos resistían como buenamente podían. No obstante
llevaran allí tanto tiempo, les resultaba imposible acostumbrarse al fango, los
piojos y los malos olores. Sin embargo, tan larga estancia había hecho nacer en
ellos un cierto apego al precario amparo que proporcionaba la posición: cualquiera
asomaba la cabeza…, con lo que estaba cayendo fuera. Los ya familiares silbidos
de los morteros, seguidos de las correspondientes explosiones; el siniestro
tableteo de las ametralladoras hambrientas de carne joven donde morder; las
secas descargas de los fusiles Mauser de vez en cuando…, no eran lo más apropiado
para pensar en salir de aquel agujero.
Se acababa de incorporar a
la compañía un capitán recién llegado de la dulce Italia. No se lo pensó dos
veces; escaló decidido la rudimentaria escalera adosada al costado de la
trinchera y salió a su cita con la gloria. Entre tanta cochambre, su uniforme
aún no demasiado deteriorado brilló al primer sol de la mañana, con un aspecto
casi irreal; al menos no cuadraba con tanta desolación y miseria. Las medallas,
los correajes, el penacho de negras plumas de su casco y las exageradas
hombreras le daban un aire de cantante lírico. Era el momento de poner en
práctica las técnicas aprendidas en la academia militar sobre cómo arengar y
galvanizar a las tropas en combate. Así es que desenvainó el sable con un chaaac característico que llamó la
atención de los amodorrados soldados, extendió el brazo armado, levantó la
reluciente hoja hacia el cielo y gritó con voz de tenor:
-¡¡¡ Al
ataaaqueee!!!
Nadie
movió ni un músculo, ni un dedo; no se produjo ni tan siquiera un leve parpadeo
entre los acoquinados y asombrados soldados; contemplaban la surrealista escena
como si no fuera con ellos. Pero como siempre hay alguien con un sentido del
deber más acusado, uno de ellos más receptivo que el resto, sintió al menos la
necesidad moral de reconfortar espiritualmente a su capitán, y con gesto emocionado y expresión de arrobo, exclamó:
-¡Oh!, ¡que bel-la voche!
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