lunes, 8 de abril de 2013

Capítulo VI - EL CAPITÁN ITALIANO


                                             
Por Juan Manuel Bendala. Ilustración de Vicente Toti.



     El valor de las tropas italianas durante la Guerra Civil Española no fue muy apreciado entre los soldados españoles de uno y otro bando, que hacían constantes chistes a su costa, a pesar de que los soldados del Duce morían tanto como los demás, y a veces más. Habían caído por miles en el frente de Guadalajara y ni aun así se libraban del sambenito de cobardes e indisciplinados. Quizás detalles como el que sucedió el día que nos ocupa fueran la causa de esa mala fama.
    

     Hacinados en el fondo de la profunda trinchera los italianos resistían como buenamente podían. No obstante llevaran allí tanto tiempo, les resultaba imposible acostumbrarse al fango, los piojos y los malos olores. Sin embargo, tan larga estancia había hecho nacer en ellos un cierto apego al precario amparo que proporcionaba la posición: cualquiera asomaba la cabeza…, con lo que estaba cayendo fuera. Los ya familiares silbidos de los morteros, seguidos de las correspondientes explosiones; el siniestro tableteo de las ametralladoras hambrientas de carne joven donde morder; las secas descargas de los fusiles Mauser de vez en cuando…, no eran lo más apropiado para pensar en salir de aquel agujero.  
    
     Se acababa de incorporar a la compañía un capitán recién llegado de la dulce Italia. No se lo pensó dos veces; escaló decidido la rudimentaria escalera adosada al costado de la trinchera y salió a su cita con la gloria. Entre tanta cochambre, su uniforme aún no demasiado deteriorado brilló al primer sol de la mañana, con un aspecto casi irreal; al menos no cuadraba con tanta desolación y miseria. Las medallas, los correajes, el penacho de negras plumas de su casco y las exageradas hombreras le daban un aire de cantante lírico. Era el momento de poner en práctica las técnicas aprendidas en la academia militar sobre cómo arengar y galvanizar a las tropas en combate. Así es que desenvainó el sable con un chaaac característico que llamó la atención de los amodorrados soldados, extendió el brazo armado, levantó la reluciente hoja hacia el cielo y gritó con voz de tenor:

-¡¡¡ Al ataaaqueee!!!
    
     Nadie movió ni un músculo, ni un dedo; no se produjo ni tan siquiera un leve parpadeo entre los acoquinados y asombrados soldados; contemplaban la surrealista escena como si no fuera con ellos. Pero como siempre hay alguien con un sentido del deber más acusado, uno de ellos más receptivo que el resto, sintió al menos la necesidad moral de reconfortar espiritualmente a su capitán, y con gesto emocionado y expresión de arrobo, exclamó:

-¡Oh!, ¡que bel-la voche!

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