martes, 9 de abril de 2013

Capítulo XVIII - EL BOXEADOR



Por Juan Manuel Bendala

     La noche en que llegué a la Base Naval de Rota, como por arte de magia repentinamente me sentí transportado a los Estados Unidos de América. A la altura de un paso a nivel con barreras, desde el Ferrobús, a uno y otro lado de la vía se veían unas enormes luces rojas destellantes, bajo las que podía leerse “Stop here on flashing red lights” (Paren aquí cuando las luces rojas estén destellando). Largas filas de coches con los faros encendidos aguardaban el paso del tren en un sentido y en otro. Los imponentes vehículos no se parecían en nada a los sencillos utilitarios que se veían por nuestras calles. A lo lejos se divisaba un cine de coches, al que después supe le llamaban allí Drive-in. En la gran pantalla al aire libre estaban proyectando una película; había automóviles aparcados frente a ella en varias filas formando arcos. El marinero que me acompañaba exclamó entusiasmado en un inglés exprofesamente macarrónico: “¡Juan, USA Navy Forces!”
    
     Era comprensible su entusiasmo: veníamos de la Escuela de Suboficiales de San Fernando, donde habíamos pasado bastantes calamidades: hasta un compañero nuestro se volvió loco. Toda la base era un auténtico trozo de Estados Unidos trasplantado en medio de aquellas ricas huertas roteñas que antaño produjeran sus legendarias calabazas. En aquella época todo lo americano lo veíamos desde una perspectiva algo cateta, en función del abismo entre nuestros respectivos niveles de renta per cápita.
    
     La bienvenida a la zona española de la base (aunque la soberanía fuese teóricamente española,  solo controlábamos el 15% del territorio) nos la dio un joven marinero que parecía salido del ejército de Pancho Villa: un largo mostacho le caía a ambos lados de la boca, el pelo lo tenía bastante largo, calzaba unas chanclas playeras, y la marinera gris de faena que vestía tenía un bolsillo roto, además de un ancla pintada con bolígrafo. Era el pañolero o encargado del almacén de materiales varios, tales como sábanas, colchones y demás. En cuanto se enteró de que yo era de Huelva me abrazó entusiasmado:

-¡Paisano, bienvenido! Y dirigiéndose a sus compañeros ordenó tajante:
-Oídme bien, a estos dos muchachos que no les falte de ná.
     A pesar de la hora, enseguida aparecieron como por ensalmo unos conejos con arroz y varias botellas de vino, colchones, sábanas y almohadas completamente nuevas… Los recién llegados no cabíamos en nosotros de gozo. Con la necesidad y el estrés que habíamos pasado en nuestro anterior destino, aquello nos parecía un sueño.
    
     Enrique, que así se llamaba mi paisano, era un individuo único, audaz, desenfadado y generoso. Más de una comilona hicimos en su pañol. En un periquete los cazadores del grupo traían un par de conejos que atrapaban con sus lazos o arrojándoles un palo en los rastrojos -donde los conejos no podían correr bien-; este se agenciaba aceite, arroz y condimentos de la cocina;  aquel unas botellas de vino de la cantina…
    
     Poco a poco nos fuimos contando nuestras peripecias vitales: el paisanaje unía bastante en la mili. Enrique había sido boxeador de los pesos ligeros, y aunque ya no entrenaba ni se cuidaba en absoluto, aún conservaba el físico de una escultura griega; lo suyo debía ser algo genético, porque bebía, comía y fumaba cuanto le apetecía, y sin embargo tenía la agilidad de un felino y la fuerza de un elefante.



    
   

  Cuando veníamos a Huelva en aquellos precipitados viajes ‘francos de ría’ (de fines de semana), le explicaba muy cariñoso a mi madre lo alto que su hijo dejaba el pabellón de Huelva ante aquellos marineros de todos los lugares de España, contándoles maravillas de nuestra tierra, sobre sus recursos, su importancia histórica, la hospitalidad de su gente…
   
     Pero además de sus dotes físicas, Enrique era un tipo muy valiente, como demostró en un club del pueblo de Rota. Había en el local unos cuantos americanos procedentes de la base bastante bebidos, vestidos de paisano como siempre que salían a la calle. Igual que muchos borrachos metepatas, les dio por ‘faltar’, y nada más aparecer por allí el grupito de marineros españoles comenzaron a hacerles burlas y gestos de desprecio. Enrique enseguida se fue hacia el más alto y corpulento de los americanos (el español no mediría más allá de uno sesenta y tantos y pesaría menos de setenta kilos, mientras que el americano era un coloso de casi dos metros y ciento treinta kilos de peso), y aunque se lo dijo en nuestro idioma, el yanqui sin duda entendería de qué iba la cosa:

-¡Oye tú, yanqui de mierda, de qué coño te ríes. Te vas a reír de tu puta madre!
    
     El americano, no conforme con la ventaja que le daba su físico, sacó una enorme navaja automática y la abrió con un resorte. Ni siquiera amagó ni hizo ningún intento de amenaza con ella (muchos de aquellos hombres venían de Vietnam y estaban acostumbrados a matar con naturalidad); de un golpe certero se la clavó a Enrique en el lugar exacto en el que suponía estaba su corazón. Seguramente el americano no habría previsto que el marinero español llevase la cartera en el bolsillo de la marinera, porque si hubiese empleado más fuerza, con seguridad le habría atravesado la cartera y el corazón. Pero Enrique llevaba encima tantas fotos y recuerdos, que la cartera actuó como el mejor escudo medieval.
   
     Otro en su lugar se habría alejado corriendo en ese instante, mientras le daría gracias a todos los dioses por haberle salvado de una muerte segura. Pero Enrique era mucho Enrique. A pesar del navajazo exclamó indignado:

-¡Ah!, conque esas tenemos, ¿con navajitas a mí?
    
De un salto le agarró la cabeza al americano, rodeándosela por detrás con su brazo izquierdo, mientras que con el puño derecho le descargó un directo en la frente que  hizo caer fulminado al gigante cuan largo era.
    
     Cuando los compañeros que habían sido testigos del lance me lo contaron, al principio me sonó algo novelesco, pero comprobé con mis propios ojos los cortes de la navaja en el bolsillo de la marinera azul de paseo y en la cartera de Enrique, y no tuve más remedio que creerme el suceso, corroborado por todos los presentes por separado y sin contradicciones.
    
     A mí no me extrañaba nada de él, porque sabía que además de valor tenía una pegada impropia de su peso. En una ocasión en que nos mandaron a los dos San Fernando a entregar en mano una carta supuestamente urgente, hicimos una parada con el Land Rover de la Marina en la feria de Puerto Real. Había un feriante con uno de esos punching-ball de boxeo, al que le sonaban luces y sirenas en función de la potencia del golpe. Del primer directo, Enrique trabó la cadena del punching, de tal modo que el hombre se tuvo que emplear a fondo para desengancharla con una palanca. Del segundo golpe le hundió el techo de la atracción, y el feriante se negó en redondo a que siguiera golpeando.
    
     Como última pincelada diré que cuando el sargento encargado del mantenimiento necesitó pintar el altísimo y esbelto mástil de las banderas -faena que habría necesitado de una grúa con canastilla o un gran andamio-, como era de esperar,  Enrique de forma voluntaria trepó por el palo con la lata de pintura en una mano y la brocha en la boca. Fue todo un espectáculo verlo subir de un modo casi imposible por aquel delgado mástil. Pero cuando ya pareció que estaba haciendo magia fue cuando se deslizó sobre los dos tramos de la verga horizontal, al tiempo que los pintaba. Un nutrido grupo de mirones, tanto americanos como españoles, asistíamos asombrados a aquel alarde de fuerza, agilidad y valor. Los americanos le hacían fotos y filmaciones con sus cámaras. Nosotros le aplaudíamos y le animábamos con interjecciones que no se pueden reproducir aquí. Como el sargento le había prometido cinco días de permiso para añadir a su mes de vacaciones, Enrique, que también era un poco trocho y despistado, cuando fue a comunicar las fechas que había elegido, le dijo al oficinista de guardia:

-Apúntame del 1 al 36 de agosto.

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