Por
Juan Manuel Bendala
La noche en que llegué a la Base Naval de
Rota, como por arte de magia repentinamente me sentí transportado a los Estados
Unidos de América. A la altura de un paso a nivel con barreras, desde el
Ferrobús, a uno y otro lado de la vía se veían unas enormes luces rojas
destellantes, bajo las que podía leerse “Stop here on flashing red lights” (Paren
aquí cuando las luces rojas estén destellando). Largas filas de coches con los faros
encendidos aguardaban el paso del tren en un sentido y en otro. Los imponentes
vehículos no se parecían en nada a los sencillos utilitarios que se veían por
nuestras calles. A lo lejos se divisaba un cine de coches, al que después supe le
llamaban allí Drive-in. En la gran pantalla al aire libre estaban proyectando una
película; había automóviles aparcados frente a ella en varias filas formando arcos.
El marinero que me acompañaba exclamó entusiasmado en un inglés exprofesamente
macarrónico: “¡Juan, USA Navy Forces!”
Era comprensible su entusiasmo: veníamos
de la Escuela de Suboficiales de San Fernando, donde habíamos pasado bastantes calamidades:
hasta un compañero nuestro se volvió loco. Toda la base era un auténtico trozo
de Estados Unidos trasplantado en medio de aquellas ricas huertas roteñas que
antaño produjeran sus legendarias calabazas. En aquella época todo lo americano
lo veíamos desde una perspectiva algo cateta, en función del abismo entre
nuestros respectivos niveles de renta per cápita.
La bienvenida a la zona española de la base
(aunque la soberanía fuese teóricamente española, solo controlábamos el 15% del territorio) nos
la dio un joven marinero que parecía salido del ejército de Pancho Villa: un
largo mostacho le caía a ambos lados de la boca, el pelo lo tenía bastante
largo, calzaba unas chanclas playeras, y la marinera gris de faena que vestía tenía
un bolsillo roto, además de un ancla pintada con bolígrafo. Era el pañolero o
encargado del almacén de materiales varios, tales como sábanas, colchones y
demás. En cuanto se enteró de que yo era de Huelva me abrazó entusiasmado:
-¡Paisano,
bienvenido! Y
dirigiéndose a sus compañeros ordenó tajante:
-Oídme bien, a
estos dos muchachos que no les falte de ná.
A pesar de la hora, enseguida aparecieron
como por ensalmo unos conejos con arroz y varias botellas de vino, colchones,
sábanas y almohadas completamente nuevas… Los recién llegados no cabíamos en
nosotros de gozo. Con la necesidad y el estrés que habíamos pasado en nuestro
anterior destino, aquello nos parecía un sueño.
Enrique, que así se llamaba mi paisano,
era un individuo único, audaz, desenfadado y generoso. Más de una comilona
hicimos en su pañol. En un periquete los cazadores del grupo traían un par de
conejos que atrapaban con sus lazos o arrojándoles un palo en los rastrojos -donde
los conejos no podían correr bien-; este se agenciaba aceite, arroz y
condimentos de la cocina; aquel unas
botellas de vino de la cantina…
Poco
a poco nos fuimos contando nuestras peripecias vitales: el paisanaje unía bastante
en la mili. Enrique había sido boxeador de los pesos ligeros, y aunque ya no
entrenaba ni se cuidaba en absoluto, aún conservaba el físico de una escultura
griega; lo suyo debía ser algo genético, porque bebía, comía y fumaba cuanto le
apetecía, y sin embargo tenía la agilidad de un felino y la fuerza de un
elefante.
Cuando veníamos a Huelva en aquellos precipitados
viajes ‘francos de ría’ (de fines de semana), le explicaba muy cariñoso a mi
madre lo alto que su hijo dejaba el pabellón de Huelva ante aquellos marineros de
todos los lugares de España, contándoles maravillas de nuestra tierra, sobre
sus recursos, su importancia histórica, la hospitalidad de su gente…
Pero además de sus dotes físicas, Enrique era
un tipo muy valiente, como demostró en un club del pueblo de Rota. Había en el
local unos cuantos americanos procedentes de la base bastante bebidos, vestidos
de paisano como siempre que salían a la calle. Igual que muchos borrachos
metepatas, les dio por ‘faltar’, y nada más aparecer por allí el grupito de
marineros españoles comenzaron a hacerles burlas y gestos de desprecio. Enrique
enseguida se fue hacia el más alto y corpulento de los americanos (el español no
mediría más allá de uno sesenta y tantos y pesaría menos de setenta kilos,
mientras que el americano era un coloso de casi dos metros y ciento treinta
kilos de peso), y aunque se lo dijo en nuestro idioma, el yanqui sin duda entendería
de qué iba la cosa:
-¡Oye tú, yanqui
de mierda, de qué coño te ríes. Te vas a reír de tu puta madre!
El americano, no conforme con la ventaja
que le daba su físico, sacó una enorme navaja automática y la abrió con un
resorte. Ni siquiera amagó ni hizo ningún intento de amenaza con ella (muchos
de aquellos hombres venían de Vietnam y estaban acostumbrados a matar con
naturalidad); de un golpe certero se la clavó a Enrique en el lugar exacto en el
que suponía estaba su corazón. Seguramente el americano no habría previsto que
el marinero español llevase la cartera en el bolsillo de la marinera, porque si
hubiese empleado más fuerza, con seguridad le habría atravesado la cartera y el
corazón. Pero Enrique llevaba encima tantas fotos y recuerdos, que la cartera
actuó como el mejor escudo medieval.
Otro en su lugar se habría alejado
corriendo en ese instante, mientras le daría gracias a todos los dioses por
haberle salvado de una muerte segura. Pero Enrique era mucho Enrique. A pesar
del navajazo exclamó indignado:
-¡Ah!, conque
esas tenemos, ¿con navajitas a mí?
De
un salto le agarró la cabeza al americano, rodeándosela por detrás con su brazo
izquierdo, mientras que con el puño derecho le descargó un directo en la frente
que hizo caer fulminado al gigante cuan
largo era.
Cuando los compañeros que habían sido
testigos del lance me lo contaron, al principio me sonó algo novelesco, pero
comprobé con mis propios ojos los cortes de la navaja en el bolsillo de la
marinera azul de paseo y en la cartera de Enrique, y no tuve más remedio que
creerme el suceso, corroborado por todos los presentes por separado y sin
contradicciones.
A mí no me extrañaba nada de él, porque sabía
que además de valor tenía una pegada impropia de su peso. En una ocasión en que
nos mandaron a los dos San Fernando a entregar en mano una carta supuestamente
urgente, hicimos una parada con el Land Rover de la Marina en la feria de
Puerto Real. Había un feriante con uno de esos punching-ball de boxeo, al que
le sonaban luces y sirenas en función de la potencia del golpe. Del primer
directo, Enrique trabó la cadena del punching, de tal modo que el hombre se
tuvo que emplear a fondo para desengancharla con una palanca. Del segundo golpe
le hundió el techo de la atracción, y el feriante se negó en redondo a que
siguiera golpeando.
Como última pincelada diré que cuando el
sargento encargado del mantenimiento necesitó pintar el altísimo y esbelto mástil
de las banderas -faena que habría necesitado de una grúa con canastilla o un
gran andamio-, como era de esperar, Enrique
de forma voluntaria trepó por el palo con la lata de pintura en una mano y la
brocha en la boca. Fue todo un espectáculo verlo subir de un modo casi imposible
por aquel delgado mástil. Pero cuando ya pareció que estaba haciendo magia fue
cuando se deslizó sobre los dos tramos de la verga horizontal, al tiempo que
los pintaba. Un nutrido grupo de mirones, tanto americanos como españoles, asistíamos asombrados a aquel alarde de fuerza, agilidad y
valor. Los americanos le hacían fotos y filmaciones con sus cámaras. Nosotros
le aplaudíamos y le animábamos con interjecciones que no se pueden reproducir
aquí. Como el sargento le había prometido cinco días de permiso para añadir a
su mes de vacaciones, Enrique, que también era un poco trocho y despistado,
cuando fue a comunicar las fechas que había elegido, le dijo al oficinista de
guardia:
-Apúntame del 1
al 36 de agosto.
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