lunes, 8 de abril de 2013

Epílogo II - A MIGUEL HERNÁNDEZ



A MIGUEL HERNÁNDEZ
En el centenario de su nacimiento
                                                                                                  
Por Juan Manuel Bendala
                                                                                                  
     El 28 de marzo de 1942 muere Miguel Hernández, el poeta de Orihuela, en la cárcel de Alicante a los 32 años de edad, con los ojos tan abiertos que no pudieron cerrárselos. Había sido condenado a muerte por su actividad política durante la Guerra Civil, y solo la intervención de algunos amigos logra que le conmuten la condena por otra de treinta años de prisión. Tras recorrer las prisiones de Rosal de la Frontera, donde es apresado cuando pretendía pasar a Portugal, Torrijos, Palencia y Ocaña, enferma de fiebres tifoideas y de una tuberculosis pulmonar galopante que le lleva a la muerte. Un amigo suyo, relacionado con el Régimen, le propone que firme un papel de afección al Movimiento, pero él prefiere morir en la cárcel.
     Miguel Hernández, que fue pastor de cabras, marchó a Madrid con una maleta cargada de poemas; allí hizo amistad con Vicente Aleixandre y Pablo Neruda. Juan Ramón Jiménez publicó una entusiasta crítica de la conocida elegía a su amigo del alma Ramón Sijé. En enero de 1936, su gran amigo el poeta Manuel Altolaguirre publica el segundo libro de Miguel “El rayo que no cesa”, que le consagra como el más hondo y original poeta de la generación del 36.



     DE CÓMO, FIGURADAMENTE, MIGUEL HERNÁNDEZ, A LAS PUERTAS DE LA MUERTE, REAFIRMARÍA SU FE EN EL FUTURO:


VIVIRÉ SIEMPRE EN VOSOTROS

Con los ojos bien abiertos
recibiré la guadaña,
que la espiga está madura,
lista para ser cortada;
cruzaré solo el umbral,
partiré hacia la nada,
me enfrentaré a mi destino
me marcharé antes del alba;
miraré a la calavera
envuelta en su negra capa,
la observaré muy despacio
y contemplaré su cara;
ya pocas cosas me asustan,
casi nada me amenaza;
he luchado con poemas,
con la razón, la palabra.

Desarmado, no rendido,
hoy la pena me atenaza.
Josefina, qué desgracia,
que te uniste a mi vida,
que compartiste mi cama;
qué sola quedas, mi bien,
qué sola y desamparada;



¿Qué vas a comer ahora,
pan negro, cebollas blancas?
Amamanta bien al niño;
él verá la nueva España,
donde se lean mis versos,
donde el pueblo sea el que manda;
cerrará también el puño
el fruto de tus entrañas,
y será un nuevo Espartaco
si su gente lo demanda,
aplastará a los traidores
y defenderá tu casa.

No hay mal que dure cien años,
ya verás como esto acaba;
volverán los gorriones
a posarse en tu ventana;
sonará fuerte mi nombre,
mi voluntad no quebrada.
Los hijos de los verdugos
se pasarán a mi causa,
hablarán de libertades,
de justicia, de esperanza.
Mi hijo ha de vigilarlos
en una constante guardia,
que la cabra tira al monte,
y los lobeznos aguardan
siempre atentos a la voz
del jefe de la manada.

Me propusieron firmar
mi afección al Dictador,
me pidieron que abdicara
de mi creencia en el pueblo,
de mi fe, de mis principios:
“Sólo pon tu nombre aquí,
aquí abajo en este escrito,
y dormirás en tu cama,
recobrarás a tu niño”.
Proposición deshonesta,
un baldón a mi apellido
quieren que yo mismo arroje,
que avergüence así a mi hijo.

Yo prefiero este camastro,
pudrirme como el buen trigo
dentro del surco labrado,
germinar con flores rojas
enlazadas a mi talle,
que me siegue la desdicha,
que me amase la barbarie.


Aun postrado en el jergón,
mi pensamiento está alto,
alto de mirar arriba,
a las palmeras del patio,
a las estrellas lejanas,
al campanario cercano,
que tocará a rebato
mañana cuando yo muera
y se haya consumado el rayo,
ese rayo que no cesa
de picotearme el costado,
con alas negras de cuervos
que bendicen mi quebranto,
en esta humedad del mundo,
en la fábrica de llantos.

No cumplo los treinta y tres
y han hecho de mí un Cristo roto;
quieren acallar mi voz,
y que yo me muera solo;
pero hay miles tras de mí,
millones gritan a coro:
“¡Miguel, Miguel, no estás muerto!,
siempre estarás en nosotros;
llevaremos en el alma
tus tristezas, tus abrojos,
tu luz y tu poesía,
tu canto del pueblo rojo”.

Ya clarea la mañana,
ya despunta el nuevo día,
es preciso que me entregue,
qué cansada es esta vida.
Abriré muy bien los ojos,
la hora está decidida,
ha sido marcada a fuego
en mi mirada encendida;
marzo agoniza conmigo,
cuando las palmeras silban,
el tomillo y el romero
se arropan con las sabinas,
y un perfume adelantado
la primavera aproxima.
Pasaré ahora la puerta,
se disolverá mi vida,
viviré siempre en vosotros,
ganaremos la partida.


Ilustración de Vicente Toti.

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