Por
Juan Manuel Bendala. Ilustración de Vicente Toti.
Era un zagalón, casi un niño, cuando dijo
en casa de sus amigos que le dolía la apéndice. Le pidieron que especificara
bien dónde le dolía, y él se señaló a la altura de las clavículas. Desde
entonces quedó bautizado en aquel hogar como "El de la Apéndice
Alta", para siempre jamás.
Era la primera visita a Huelva de Franco,
después de la Guerra. El coche oficial del General llegaba casi a la altura del
arco triunfal levantado para la ocasión en la Alameda Sundheim, cuando El de
la Apéndice Alta se lanzó de improviso delante del imponente Rolls Royce.
El joven interceptó el vehículo antes de que nadie del cortejo pudiera
reaccionar. Allí estaba él, de pie, en mitad de la calzada, a escasos metros
del visitante, con los brazos exageradamente levantados sobre su cabeza. Pasado
el primer instante de sorpresa, varios militares de casaca caqui y camisa azul,
ataviados con boinas rojas y largas borlas oscilantes del mismo color, se
abalanzaron sobre el muchacho, que se defendía a voz en grito:
- ¡¡¡Yo no quiero hacerle daño, no quiero hacerle
nada!!!
El
pequeño tumulto atrajo la atención de Franco, quien inquirió qué pasaba, y tuvo
a bien preguntar:
-¿Tú qué quieres, hijo?
El de la Apéndice Alta, vio el cielo abierto, y con voz alterada por la emoción, trató de
explicarse como pudo:
-Excelencia, yo soy huérfano de padre, tengo cinco
hermanas, y lo único que quiero es trabajar.
A lo
que Franco le preguntó que dónde.
El
muchacho, sin dudarlo, dijo:
-En el Puerto mismo, Excelencia**
Los
ayudantes tomaron nota, y así fue cómo lo que podía haberse saldado con la
muerte del joven fue su salvación para toda la vida.
* En femenino, según la forma popular de
nombrarlo
** Trabajar
por aquel entonces en el Puerto –y quizás hoy- , era como jugar al póquer, y
ganar.
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