lunes, 8 de abril de 2013

Capítulo IX - EL DE LA APÉNDICE ALTA*


         Por Juan Manuel Bendala. Ilustración de Vicente Toti.
 

     Era un zagalón, casi un niño, cuando dijo en casa de sus amigos que le dolía la apéndice. Le pidieron que especificara bien dónde le dolía, y él se señaló a la altura de las clavículas. Desde entonces quedó bautizado en aquel hogar como "El de la Apéndice Alta", para siempre jamás.
    
Pues bien, el joven, además de tan extraño sobrenombre, poseía otras singularidades: era el único hombre en su casa; él y sus cinco hermanas se habían quedado huérfanos hacía poco. Además, el muchacho, con un valor o una inconsciencia cercana a la locura demostró bien a las claras lo que era capaz de hacer por su familia.
    
     Era la primera visita a Huelva de Franco, después de la Guerra. El coche oficial del General llegaba casi a la altura del arco triunfal levantado para la ocasión en la Alameda Sundheim, cuando El de la Apéndice Alta se lanzó de improviso delante del imponente Rolls Royce. El joven interceptó el vehículo antes de que nadie del cortejo pudiera reaccionar. Allí estaba él, de pie, en mitad de la calzada, a escasos metros del visitante, con los brazos exageradamente levantados sobre su cabeza. Pasado el primer instante de sorpresa, varios militares de casaca caqui y camisa azul, ataviados con boinas rojas y largas borlas oscilantes del mismo color, se abalanzaron sobre el muchacho, que se defendía a voz en grito:

- ¡¡¡Yo no quiero hacerle daño, no quiero hacerle nada!!!

El pequeño tumulto atrajo la atención de Franco, quien inquirió qué pasaba, y tuvo a bien preguntar:

-¿Tú qué quieres, hijo?

El de la Apéndice Alta, vio el cielo abierto, y con voz alterada por la emoción, trató de explicarse como pudo:

-Excelencia, yo soy huérfano de padre, tengo cinco hermanas, y lo único que quiero es trabajar.
A lo que Franco le preguntó que dónde.

El muchacho, sin dudarlo, dijo:
             
              -En el Puerto mismo, Excelencia**
Los ayudantes tomaron nota, y así fue cómo lo que podía haberse saldado con la muerte del joven fue su salvación para toda la vida.

*   En femenino, según la forma popular de nombrarlo
** Trabajar por aquel entonces en el Puerto –y quizás hoy- , era como jugar al póquer, y ganar.

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