Por Juan Manuel Bendala. Ilustración de Vicente Toti.
Unos decían que lo suyo era de herencia;
otros que algo raro le pasó durante el desarrollo; incluso hubo quien pensó en que
un mal de ojo le echaron a la madre cuando la llevaba en su vientre. Lo cierto
es que Silvia a decir verdad siempre estuvo un poco loca; creció larguirucha y
destartalada; sus grandes ojos espantados y el manoteo de sus largas manos
acentuaban aún más una verborrea sin sentido capaz de marear al más pintado.
Sin embargo, mantenía sobre los demás niños de la calle un liderazgo y una
fascinación difíciles de entender.
Aquella
tarde también jugó Silvia con los más pequeños. Había oscurecido hacía rato, y
los niños ya se estaban acostando cuando la madre de María Luisa notó algo extraño
en el rostro de su hija; no sabía qué, hasta que se dio cuenta con un
sobresalto de terror:
-¡Dios mío, pero si esta niña no tiene
pestañas!
El efecto era para alarmarse. Como
confesó la niña, la cortadora de pestañas había trabajado a conciencia; los
párpados pelados le daban un aspecto ‘abesugado’ cuando menos inquietante. Silvia
había rapado a conciencia tanto las pestañas de arriba como las de abajo.
La
inocente criatura se defendió tímidamente:
-Es que Silvia nos ha cortado las
pestañas, porque dice que con la luna crecen después más largas.
La madre no esperó más, y con ella de la
mano se presentó en casa de Pepi, la mejor amiga de la niña, donde no se habían
percatado aún del desaguisado.
La madre
de Pepi, en cambio, reaccionó con un ataque de risa histérica. Las dos
amiguitas insistían en que Silvia las convenció para que se dejasen hacer. La
indignación familiar comenzó a desbarrar:
-¡Tenía que estar encerrada!
-¡Valiente loca!, y pensar que podía haberles saltado un ojo.
Fueron todos en comisión a casa de
Carlitos, donde la familia se preparaba para acostarse. El niño ya estaba
dormido, así es que sus padres pudieron contemplar con estupor, cómo uno de sus
dos ojos lucía sus habituales largas pestañas, mientras que el otro mostraba el
referido aspecto de pez. El jolgorio general despertó al tierno infante, quien
en su favor argumentaba:
-Bueno a mí solo me cortó las de un ojo,
porque no me gustó cómo me quedaba.
Desde aquel día las madres, además de las habituales
advertencias sobre el cuidado con los coches, recordaron siempre a los niños
que no se acercasen a Silvia cuando la vieran con unas tijeras en las manos.
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