lunes, 8 de abril de 2013

Capítulo II - CON LA LUNA

                                                                                                           
Por Juan Manuel Bendala. Ilustración de Vicente Toti.
                                   
Unos decían que lo suyo era de herencia; otros que algo raro le pasó durante el desarrollo; incluso hubo quien pensó en que un mal de ojo le echaron a la madre cuando la llevaba en su vientre. Lo cierto es que Silvia a decir verdad siempre estuvo un poco loca; creció larguirucha y destartalada; sus grandes ojos espantados y el manoteo de sus largas manos acentuaban aún más una verborrea sin sentido capaz de marear al más pintado. Sin embargo, mantenía sobre los demás niños de la calle un liderazgo y una fascinación difíciles de entender.
     
     Aquella tarde también jugó Silvia con los más pequeños. Había oscurecido hacía rato, y los niños ya se estaban acostando cuando la madre de María Luisa notó algo extraño en el rostro de su hija; no sabía qué, hasta que se dio cuenta con un sobresalto de terror:
-¡Dios mío, pero si esta niña no tiene pestañas!
El efecto era para alarmarse. Como confesó la niña, la cortadora de pestañas había trabajado a conciencia; los párpados pelados le daban un aspecto ‘abesugado’ cuando menos inquietante. Silvia había rapado a con­ciencia tanto las pestañas de arriba como las de abajo.
   
 La inocente criatura se defendió tímidamente:
-Es que Silvia nos ha cortado las pestañas, porque dice que con la luna crecen después más largas.
La madre no esperó más, y con ella de la mano se presentó en casa de Pepi, la mejor amiga de la niña, donde no se habían percatado aún del desaguisado.
    
     La madre de Pepi, en cambio, reaccionó con un ataque de risa histérica. Las dos amiguitas insistían en que Silvia las convenció para que se dejasen hacer. La indignación familiar comenzó a desbarrar:
-¡Tenía que estar encerrada!
Valiente loca!,  y pensar que podía haberles saltado un ojo.

Fueron todos en comisión a casa de Carlitos, donde la familia se preparaba para acostarse. El niño ya estaba dormido, así es que sus padres pudieron contemplar con estupor, cómo uno de sus dos ojos lucía sus habituales largas pestañas, mientras que el otro mostraba el referido aspecto de pez. El jolgorio general despertó al tierno infante, quien en su favor argumentaba:

-Bueno a mí solo me cortó las de un ojo, porque no me gustó cómo me quedaba.
    
Desde aquel día las madres, además de las habituales advertencias sobre el cuidado con los coches, recordaron siempre a los niños que no se acercasen a Silvia cuando la vieran con unas tijeras en las manos.



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