Por
Juan Manuel Bendala. Ilustración de Vicente Toti.
Cada mañana pasaban en grupos apresuradas
mujeres camino de la cárcel. Llevaban comida y ropa limpia a sus maridos o
hijos presos. Al poco volvían sobre sus pasos profiriendo alaridos de dolor: a
muchos de sus hombres les habían dado el ‘paseíllo’ durante la noche. Venían
derrotadas, casi exangües, como en una pesadilla de la que no podían escapar;
las más desconsoladas eran materialmente arrastradas por las que bebían sus
lágrimas en silencio.
La mujer vivía en una calle por donde necesariamente
debía transitar la dolorosa procesión. El horror la mantenía con el corazón en
un puño; temía por sus hijos, dos jóvenes como dos soles, solía ella decir. En
efecto, los gemelos eran altos, guapos y de un carácter jovial que contagiaba a
los demás. La madre intentaba tranquilizarse a sí misma, diciéndose que su
familia no tenía qué temer, pues no habían hecho nada. Sin embargo sabía de
otros pacíficos vecinos a los que se los habían llevado por delante viejos
odios o turbias envidias.
Acababa de anochecer cuando el camioncito
del ferretero, escoltado por un coche color cuervo paró delante de su puerta.
Las luces de los faros, los ruidos metálicos y la visión de los fusiles le
pellizcaron con fuerza el corazón y ya no supo reaccionar. Como una autómata
apartó la lona y se sentó en uno de los bancos que flanqueaban el diabólico
transporte. No protestaba, no hablaba, tenía la mirada perdida en el vacío.
Sabía que había otras personas allí, pero no las veía; solo tenía ojos para los
dos rostros queridos que reconoció enseguida. En silencio se miraron los tres,
casi sin parpadear, horrorizados, en un triángulo de amargura y cariño.
Los despiadados matarifes fusilaron
primero a los dos hijos. La mujer con ojos resecos y lágrimas de esparto tomó
un pañolito de su bolsillo, se quitó el delantal con el que la habían
sorprendido y cubrió amorosamente las caritas de espanto de sus dos
niños-hombres. Rendida se dispuso a seguirlos; no le quedaban fuerzas ni para
maldecir a los asesinos. Por fin sonaron los últimos disparos y todo acabó.
Los matadores se marcharon de allí
felicitándose unos a otros por lo bien que todo les había salido aquella noche,
orgullosos por la hombrada que acababan de hacer, abrumados por el esfuerzo que
estaban realizando para salvar a la Patria.
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