lunes, 8 de abril de 2013

Capítulo VIII - EL CEMENTERIO VIEJO



Por Juan Manuel Bendala. Ilustración de Vicente Toti.


    
     La Huelva recoleta y provinciana de los cincuenta y principios de los sesenta albergaba una fauna humana tan variada y pintoresca que ejemplares dignos de estudio daban al pueblo grande un colorido alejado de los uniformadores grises actuales, empapados de competitividad, crisis e hipotecas.


     Fernando era un chico introvertido, callado, raro y poco previsible; hablaba con voz apagada, cansina, en una cantinela casi siempre inquisitiva, con la que trataba de nutrir su arsenal de puntos débiles ajenos, por donde infligir las más despiadadas bromas a los incautos que caían en sus redes. Como el que no quería la cosa dedicaba gran parte de su tiempo a esa especie de juego con marionetas vivientes. Si lograba culminar sus elaboradísimas bromas con éxito se sentía el ser más feliz de aquel mundo limitado. Su aire de mosquita muerta y un discurso pausado trataban de ganarse la voluntad del interlocutor de turno que, desarmadas sus defensas, desnudaba su alma sobre aquel hombro pretendidamente amigo.
    
     Había enfilado nuestro hombre a un joven de su entorno, bastante conocido entre la pequeña burguesía de la ciudad. Era la víctima perfecta: con su eterna gabardina de cinturón muy ajustado -a lo Humphrey Bogart- en invierno o jerséis blancos de tenista y pantalones a juego, tan pronto como el tiempo amainaba. Jugaba Jorge a ser un duro o un sportman-playboy según conviniese. Un poco fantasmón sí que era el muchacho, pero nunca mereció la diabólica invención del bromista compulsivo.
   
      La cafetería Pelayo, sita en lo que pomposamente se había dado en llamar la Gran Vía, solía albergar muchas tardes juveniles, vacías de obligaciones y llenas de aburrimiento. El grupo de Fernando, el bromista, quemaba allí sus veladas a base de magras consumiciones y condescendencia de los camareros, que asistían divertidos a las ocurrencias de los jóvenes. Aquel día, nadie, salvo el conspirador, supo cómo la conversación fue derivando hacia el tema de los cementerios y el valor que hacía falta para entrar allí de noche. Al calor de la charla, mezclada con la disputa: que si tú no eres capaz de ir, que si yo soy más valiente que tú…Jorge, como era de esperar, aceptó el guante: Humprey Bogart no habría hecho menos.
    
     El cementerio viejo, al final de la calle San Sebastián constituía el reto. A pesar de no albergar enterramientos desde hacía mucho tiempo, aún imponía lo suyo. Había sufrido un proceso de desacralización paulatina. Los restos fueron trasladados en su día al nuevo cementerio municipal; trozos de lápidas terminaron como enlosado del atrio en la ermita de la Virgen de la Cinta; y su abonada tierra rellenó varios jardincillos, en los que aparecían de vez en cuando alguna tibia o alguna mandíbula. No obstante permanecían en pie las tapias, la capilla donde se guardaba al patrón San Sebastián, los nichos vacíos de sus antiguos moradores y los grandes socavones de lo que habían sido tumbas en el suelo.
    
     Jorge caminaba sobrecogido hacia su prueba de valor, más meritoria si cabía porque se trataba de una desapacible noche invernal. La oscuridad se había echado hacía horas, y las calles desiertas solo recibían la luz que salía por las puertas de las tabernas. El supuesto alumbrado público lo constituían unas desconchadas pantallas de chapa esmaltada, que se bamboleaban al viento de trecho en trecho, y más que para alumbrar servían para deprimir el ánimo con sus desfallecientes bombillas. En la plazoleta, frente al camposanto -ya menos santo-, se erguía una extravagante farola –que después ha peregrinado por toda la ciudad- adornada de unas especies de cariátides de medio cuerpo con enhiestos pechos de hierro fundido.
    
     Llegados a la cancela, Fernando recordó las condiciones del desafío: había que alcanzar el último patio y tocar la pared de los nichos. Primero iría él mismo y después lo haría Jorge. Saltó la reja y se adelantó el joven ‘Maquiavelo’, con la soltura de quien anda por terreno conocido. Al llegar a las abiertas tumbas del fondo buscó con la linterna entre los yerbajos el magnetófono, colocado por él mismo aquella misma tarde, accionó el ‘play’ y salió pitando hacia la puerta.
    
     La víctima no se hizo de rogar; se ajustó la gabardina, apretó los dientes y se lanzó hacia la negrura amparado por el pequeño cono de luz de la linterna que dirigían sus temblorosas manos. A medida que iba acercándose a la meta señalada sonidos indefinidos comenzaron a envolverlo todo: leves chirridos y suaves golpeteos, como de huesos, componían una tétrica melodía que el aterrorizado joven atribuyó a su invencible miedo.

     De pronto, una atormentada voz gutural acompañada de sus correspondientes ecos tronó más fuerte:

-¡¡¡Detenteeeee, has profanado mi tumba!!!
El joven, ya rendido, cayó al suelo de rodillas suplicando:

-¡Perdóname por Dios, ya no volveré a hacerlo más, te lo juro!
    
     Como pudo volvió junto a sus amigos que apenas podían disimular el regocijo general. En torno a la farola de la plaza, Jorge comenzó a instrumentar medias verónicas con su gabardina, al tiempo que ahuecando la voz pretendía ahuyentar al toro del miedo:

-¡¡¡Ejeee, ejeee, ejeee!!!  ¡No ha pasao ná, no ha pasao ná!  De esto ni una palabra en Huelva, ¿eh?, ni una palabra. Que nadie sepa nunca lo que ha pasado aquí, ¡¡¡ejeee, ejeee, ejeee!!!

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