lunes, 8 de abril de 2013

Capítulo XXIV - LA CRISTALERÍA



Por Juan Manuel Bendala. Ilustración de Vicente Toti.

     La familia vivía aterrorizada en aquella calle; una casa sí y otra no eran nidos de estrellas, galones, correajes, enchufados y delatores. Los pocos obreros que allí resistían intentaban pasar desapercibidos, sin significarse en ningún sentido; tenían tanto miedo que no se atrevían ni a pensar contra la corriente dominante, no fuera a ser que se les notara en la cara. Al anochecer se oía un  sordo rumor de botas, armas y vehículos. Cazadores de hombres, convencidos de prestar un gran servicio a su dios y a su patria salían hacia las minas: siempre caía alguna pieza.

     De madrugada, por las rendijas de las contraventanas, con la luz apagada, espiaba la familia la descarga del botín: máquinas de coser, de novias que ya no se casarían; piezas de tela, de tiendas desafectas; jamones y chacinas, que no saborearían quienes los curaron; retratos al óleo, de personajes que más tarde figurarían como antepasados de los rapiñadores… A más matanzas mayores ganancias. A los hombres se les veía cansados, exhaustos y, al mismo tiempo, orgullosos y satisfechos del deber cumplido. Los furtivos mirones, en absoluto silencio, abrían mucho los ojos, buscando algún vestigio o alguna mancha delatora de las nocturnas fechorías, pero solo en sus camisas desabrochadas o en su fatigado caminar mostraban los asesinos lo duro que debía resultar matar tanto.
    
     Una de aquellas madrugadas la maniobra de descarga fue más laboriosa que otras veces. Un gran arcón de madera profusamente tallado estaba siendo bajado del camión con sumo cuidado. El que dirigía la operación, con voces quedas, trataba de que el arca mantuviese la horizontalidad a toda costa; nunca una imagen habría entrado en su templo con más mimo.

     Después se supo que la monumental caja contenía una cristalería completa del más fino y trabajado cristal de Bohemia. Y el arcón pasó así a formar parte del patrimonio de la respetada familia represora. Aunque el aforismo moral dice que la cosa clama por su dueño, aquel pequeño tesoro siguió allí, como un trofeo que lucían en ocasiones especiales.
    
     Por uno de esos designios del destino, los soportes del arcón, en forma de pequeñas banquetas, no eran de madera noble como el resto de la tablazón; quien las construyó debió considerar un despilfarro usar madera de castaño o nogal, cuando no llevarían ningún motivo ornamental ni lucirían en absoluto bajo la artesana mole. Sin embargo esta merma de calidad nunca se apreció, hasta que un buen día o un mal día -depende de para quién-, uno de los apoyos se rompió de repente, y el arca dio un golpe seco con una esquina en el suelo. Como un tiro sonó el estrépito de cristales rotos. La banquetita había perecido víctima de diminutas polillas, que en la aparente paz del caserón habían estado horadando incansables una auténtica filigrana de túneles envidia de los mejores tallistas. Desde las paredes, rostros ajenos ornados de barrocos marcos dorados parecían sonreír bajo frondosos bigotes o velados tras mantillas de blonda y abanicos. Resultó asombroso que un golpe tan pequeño hubiera causado tantos daños: no quedó entera ni una copa, ni un vaso, ni una jarra, nada de nada.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Muchisimas gracias por tu comentario.