Por Juan Manuel Bendala.
Ilustración de Vicente Toti.
La familia vivía aterrorizada en aquella
calle; una casa sí y otra no eran nidos de estrellas, galones, correajes,
enchufados y delatores. Los pocos obreros que allí resistían intentaban pasar
desapercibidos, sin significarse en ningún sentido; tenían tanto miedo que no
se atrevían ni a pensar contra la corriente dominante, no fuera a ser que se
les notara en la cara. Al anochecer se oía un
sordo rumor de botas, armas y vehículos. Cazadores de hombres,
convencidos de prestar un gran servicio a su dios y a su patria salían hacia
las minas: siempre caía alguna pieza.
De madrugada, por las rendijas de las
contraventanas, con la luz apagada, espiaba la familia la descarga del botín:
máquinas de coser, de novias que ya no se casarían; piezas de tela, de tiendas
desafectas; jamones y chacinas, que no saborearían quienes los curaron; retratos
al óleo, de personajes que más tarde figurarían como antepasados de los
rapiñadores… A más matanzas mayores ganancias. A los hombres se les veía
cansados, exhaustos y, al mismo tiempo, orgullosos y satisfechos del deber
cumplido. Los furtivos mirones, en absoluto silencio, abrían mucho los ojos,
buscando algún vestigio o alguna mancha delatora de las nocturnas fechorías,
pero solo en sus camisas desabrochadas o en su fatigado caminar mostraban los
asesinos lo duro que debía resultar matar tanto.
Una de aquellas madrugadas la maniobra de
descarga fue más laboriosa que otras veces. Un gran arcón de madera
profusamente tallado estaba siendo bajado del camión con sumo cuidado. El que
dirigía la operación, con voces quedas, trataba de que el arca mantuviese la
horizontalidad a toda costa; nunca una imagen habría entrado en su templo con
más mimo.
Después se supo que la monumental caja
contenía una cristalería completa del más fino y trabajado cristal de Bohemia.
Y el arcón pasó así a formar parte del patrimonio de la respetada familia
represora. Aunque el aforismo moral dice que la cosa clama por su dueño, aquel
pequeño tesoro siguió allí, como un trofeo que lucían en ocasiones especiales.
Por uno de esos designios del destino, los
soportes del arcón, en forma de pequeñas banquetas, no eran de madera noble
como el resto de la tablazón; quien las construyó debió considerar un
despilfarro usar madera de castaño o nogal, cuando no llevarían ningún motivo
ornamental ni lucirían en absoluto bajo la artesana mole. Sin embargo esta
merma de calidad nunca se apreció, hasta que un buen día o un mal día -depende de
para quién-, uno de los apoyos se rompió de repente, y el arca dio un golpe
seco con una esquina en el suelo. Como un tiro sonó el estrépito de cristales
rotos. La banquetita había perecido víctima de diminutas polillas, que en la
aparente paz del caserón habían estado horadando incansables una auténtica
filigrana de túneles envidia de los mejores tallistas. Desde las paredes,
rostros ajenos ornados de barrocos marcos dorados parecían sonreír bajo frondosos
bigotes o velados tras mantillas de blonda y abanicos. Resultó asombroso que un
golpe tan pequeño hubiera causado tantos daños: no quedó entera ni una copa, ni
un vaso, ni una jarra, nada de nada.
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