lunes, 8 de abril de 2013

Capítulo XXXIII - LOS SANTOS INCLEMENTES



Por Juan Manuel Bendala. Ilustración de Vicente Toti.

     Si las personas buenas no enfermasen, Juan habría gozado de una perfecta salud toda su vida; pero como la enfermedad no tiene nada que ver con los merecimientos propios, el buen hombre contrajo un terrible mal relativamente joven. Entraba en el hospital, le restauraban el cuerpo, y al poco tiempo, en un nuevo valle de desesperanza volvía a ingresar de nuevo. Cada recuperación suponía un renacer, al que se aferraba con renovada ilusión, con nuevas ganas de vivir; cada recaída era un puñal de desesperanza que se clavaba en el costado de su degradado entusiasmo Así pasaron dos años, en un suspiro, como si no contase aquel tiempo, suspendido en un paréntesis de provisionalidad. Parecía como si él y toda su familia aguardasen el feliz desenlace de la enfermedad, para el regreso a una verdadera existencia.

Y así fue progresando su deterioro físico; aunque para su esposa, su compañera de toda la vida, él seguía siendo el joven artista del que se enamoró tantos años atrás. La mujer rogaba por la salud de su esposo a todas las vírgenes y santos que iban poblando poco a poco la mesilla de noche del enfermo. Los amigos y familiares le iban suministrando estampitas con imágenes de reconocido prestigio milagrero.


A pesar de ello, la enfermedad se fue comiendo literalmente el cuerpo de Juan. Su esposa, trataba por todos los medios de ahorrarle al hombre bueno la visión de sus horrorosas lesiones: ella lo limpiaba y lo curaba; jamás lo dejó mirar donde no debía. Pero un día aciago en que la mujer tuvo que ausentarse un momento de la habitación, el enfermo no pudo resistir más la angustia de su incertidumbre; y cuando contempló su horrenda mutilación, la visión se convirtió en la más dura realidad que jamás hubiera podido imaginar ni siquiera en la más angustiosa de sus pesadillas.

-¡¡¡Dios mío, pero ¿esto qué es?!!!

Juan gritaba, con ese horror que su mujer había intentado evitarle, con un llanto desconsolado que ella habría querido enjugar con sus mejillas, con sus manos, con su cabello. No pudo hacerlo, y por ello culpó a aquellos santos que le parecieron insensibles a tanto mal. De un manotazo los tiró al suelo; los pisoteaba, los escupía y los maldecía, mientras gritaba en un desesperanzado desahogo:

-¡¡¡Todo esto es mentira, es mentira!!!

Juan, asustado, intentó impedirlo, y le imploraba con un hilo de voz:

-¡No, hija, por favor, no, no hagas eso!
    
Mientras tanto, las caritas de los santos, manchadas y pisoteadas, en el suelo, parecían inclementes e indiferentes a tanto dolor y tanta desesperación.

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