Por
Juan Manuel Bendala. Ilustración de Vicente Toti.
A mediados de los ochenta se inició en
España una cierta bonanza económica, que influyó en las costumbres viajeras de
algunas personas con poder adquisitivo. Aquello de los cruceros por el Mediterráneo
o los viajes por Europa, Egipto o Túnez se les quedó pequeño y les resultaba
poco chic. Así es que el matrimonio, que vivía una especial época de ‘vacas
gordas’, se atrevió esta vez con Extremo Oriente: irían a Tailandia, Japón,
Filipinas… En el pueblo se iban a quedar con la boca abierta. Qué viaje tan
lejano y exótico; que se supiera, nadie antes allí había ido tan lejos.
Sin embargo, a la vuelta no se les veía enriquecidos
con las milenarias culturas que visitaron, ni parecían llenos de la paz interior
de aquellas religiones, como otros decían venir. Antes al contrario, uno de los
principales recuerdos que contaban era el hecho de que les hubieran robado en
un hotel de Filipinas. Profundamente turbados y resentidos, achacaban el robo a
la joven camarera que les arreglaba la habitación.
La señora no se quedó tranquila hasta que
un mal día escribió a Imelda, la esposa del dictador Marcos; Imelda, la de los
tres mil pares de zapatos, que según decían era más peligrosa que una víbora.
En la carta le contaba todos los pormenores del robo, junto con sus sospechas,
y clamaba porque se hiciera justicia. Nunca se llegó a saber qué fue de la
infortunada camarera, aunque uno se podría imaginar más de un desenlace, a cuál
más dramático para la joven. Baste pensar que aquel país entonces era un lugar
donde la vida humana tenía un valor más que relativo; ello unido al temor de
que el turismo pudiera verse afectado, y por tanto los negocios presidenciales…
Pero pasaron los días, y mira por dónde en
una ocasión en que la viajera estaba recogiendo las maletas, le dio por mirar
en un disimulado bolsillo secreto, y ¡oh!, allí estaba el supuesto objeto del
robo. Los amigos conminaron a la señora para que le escribiese de nuevo a
Imelda Marcos, por si aún se podía hacer algo por la infeliz inocente; pero la
buena señora se negó en redondo; ¿cómo iba ella a ponerse en evidencia de esa
manera?
Verdaderamente, nunca sabremos si algunas
carencias de sensibilidad son debidas, por ejemplo, al poco aprovechamiento
cultural de los viajes, o a nuestros condicionantes genéticos; es decir, a
la leche que cada uno hemos mamado.
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