Por Juan
Manuel Bendala. Ilustración de Vicente Toti.
La fiesta del Patrón San Sebastián respiraba por aquellos años un
cálido y agradable ambiente de pueblo, que los onubenses vivíamos con entrega y
delectación. En la calle de su nombre y en los aledaños se apretaban los
mostradores de ponche, los tiovivos y los puestos de palmitos. Las puertas de
las tabernas de aquella calle -que eran numerosas- lucían enormes racimos de
rábanos y calabazas, en una oficiosa competición de productos de la huerta
huelvana.
Los tres niños deambulaban entre los puestecillos rebosantes de bien
recortados palmitos. Las ‘abuelas’ que asomaban entre las hojas de las
pequeñas palmas, constituían un reclamo demasiado tentador para el escaso poder
adquisitivo de las tres criaturas. El vendedor de palmitos, agobiado por la
bulla del mediodía, no se apercibió de la maniobra. Paco, de unos nueve años,
vencido por la tentación de las ‘abuelas’, tiró con suavidad de uno de
los palmitos más hermosos. No acababa de tener en su poder el cuerpo del delito
cuando ya se lo había pasado hacia atrás a Miguel, quien, contagiado por las
mismas prisas, se lo pasó a su vez a Juanito, el más pequeño, que no se
enteraba de qué iba todo aquel tejemaneje. Al poco, el jefe de la 'partida'
consideró que el botín era suficiente, y urgió a los otros dos para que
desaparecieran entre el bullicio.
La madre de Miguel enseguida sospechó e interrogó a su hijo y a Paco
sobre la procedencia de tantos palmitos. Los niños se esforzaban por dar unas
explicaciones cada vez más confusas y contradictorias; hasta que la mujer
sometió a Juanito al 'tercer grado', y el pequeño de solo cinco años cantó de
plano.
El día terminó con una fenomenal bronca a los aprendices de ladrones,
que lloraban a lágrima viva, mientras se comían el amargo fruto de su felonía.
Pasaron un par de años, y a Juanito -que se preparaba para hacer la
primera comunión- el latrocinio de los palmitos le planteó un dilema, más lingüístico
que de conciencia: decirle al cura que había robado le parecía demasiado
fuerte, porque los chiquillos en la calle a aquello le llamaban ‘mangar’, que
sonaba como menos grave. Decirle en cambio que había ‘mangado’ no lo
consideraba lo suficientemente formal; no estaba seguro de que aquella palabra
se admitiese como correcta, y a él siempre le había preocupado mucho hablar
bien. Por otro lado, más que autor, en su examen de conciencia se veía como
cómplice involuntario. Pero, por lo que le habían contado en la catequesis, pensó
que, a la postre, aquello le acarrearía la misma suerte en el infierno que a
sus dos amigos.
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