lunes, 8 de abril de 2013

Capítulo XXXII - LOS PALMITOS



Por Juan Manuel Bendala. Ilustración de Vicente Toti.

La fiesta del Patrón San Sebastián respiraba por aquellos años un cálido y agradable ambiente de pueblo, que los onubenses vivíamos con entrega y delectación. En la calle de su nombre y en los aledaños se apretaban los mostradores de ponche, los tiovivos y los puestos de palmitos. Las puertas de las tabernas de aquella calle -que eran numerosas- lucían enormes racimos de rábanos y calabazas, en una oficiosa competición de productos de la huerta huelvana.

Los tres niños deambulaban entre los puestecillos rebosantes de bien recortados palmitos. Las ‘abuelas’ que asomaban entre las hojas de las pequeñas palmas, constituían un reclamo demasiado tentador para el escaso poder adquisitivo de las tres criaturas. El vendedor de palmitos, agobiado por la bulla del mediodía, no se apercibió de la maniobra. Paco, de unos nueve años, vencido por la tentación de las ‘abuelas’, tiró con suavidad de uno de los palmitos más hermosos. No acababa de tener en su poder el cuerpo del delito cuando ya se lo había pasado hacia atrás a Miguel, quien, contagiado por las mismas prisas, se lo pasó a su vez a Juanito, el más pequeño, que no se enteraba de qué iba todo aquel tejemaneje. Al poco, el jefe de la 'partida' consideró que el botín era suficiente, y urgió a los otros dos para que desaparecieran entre el bullicio.

La madre de Miguel enseguida sospechó e interrogó a su hijo y a Paco sobre la procedencia de tantos palmitos. Los niños se esforzaban por dar unas explicaciones cada vez más confusas y contradictorias; hasta que la mujer sometió a Juanito al 'tercer grado', y el pequeño de solo cinco años cantó de plano.
El día terminó con una fenomenal bronca a los aprendices de ladrones, que lloraban a lágrima viva, mientras se comían el amargo fruto de su felonía.
Pasaron un par de años, y a Juanito -que se preparaba para hacer la primera comunión- el latrocinio de los palmitos le planteó un dilema, más lingüístico que de conciencia: decirle al cura que había robado le parecía demasiado fuerte, porque los chiquillos en la calle a aquello le llamaban ‘mangar’, que sonaba como menos grave. Decirle en cambio que había ‘mangado’ no lo consideraba lo suficientemente formal; no estaba seguro de que aquella palabra se admitiese como correcta, y a él siempre le había preocupado mucho hablar bien. Por otro lado, más que autor, en su examen de conciencia se veía como cómplice involuntario. Pero, por lo que le habían contado en la catequesis, pensó que, a la postre, aquello le acarrearía la misma suerte en el infierno que a sus dos amigos.

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