Por
Juan Manuel Bendala. Ilustración de Vicente Toti.
A causa de una neumonía el médico le recetó un potente
antibiótico inyectable. Cuando el enfermo vio el tamaño de la larguísima aguja
intramuscular sintió verdadero pánico: nunca había sido demasiado valiente para
los temas médicos. Después del primer pinchazo notó una creciente desazón, que
atribuyó al hecho de que el ‘número’ se repetiría cada doce horas. Se levantó
de la cama y comenzó a pasear por la casa como un león enjaulado. Se sentó en
una butaca, se levantó al instante, se sentó en otra… Y comentó su inquietud
con la familia, que le confirmó:
-Lo que te pasa es debido
al miedo que le tienes
a las inyecciones
Y en eso estaba, en lo más dulce de su
abandono, cuando sintió los zamarreones de su mujer y de su hija, que trataban
de devolverlo a la vida. Querían que se levantara para llevarlo al hospital. Él
lo intentaba, pero se caía una y otra vez al suelo, como si estuviera
totalmente borracho; no notaba ni el dolor de los golpes.
Según le dijeron más tarde, incluso emitió
los profundos ronquidos de la muerte, durante lo que supo después fue un shock
anafiláctico. Estaba claro que el dorado atardecer había sido una invención de
su cerebro, pero lo sintió todo como tan real…
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