lunes, 8 de abril de 2013

Capítulo VII - EL CARPINTERO DE RIBERA



Por Juan Manuel Bendala. Ilustración de Vicente Toti.


     En aquel astillero tradicional se seguían haciendo los barcos de pesca como siempre. El maestro había adquirido el oficio a lo largo de toda una vida de trabajo y afición, y por ello exigía a sus oficiales y aprendices que empleasen solo las técnicas y costumbres contrastadas por una experiencia de años, de siglos. El hombre, fuerte como un roble, rocoso, casi más ancho que alto, tenía las manos como mazas y los brazos como piernas. Pero dentro de ese físico se escondía un corazón tierno y sensible, y un exacerbado sentido de la responsabilidad y del deber de proteger a sus hombres, a costa de lo que fuera.
    
    
Habían estado descargando un pedido de maderas durante todo el día. Los muchachos iban colocando los tablones sobre una estructura también de madera bajo la que quedaba una especie de cobertizo. Puede que el montón se hubiera hecho más grande que en otras ocasiones; lo cierto es que aquella verdadera montaña comenzó a hundirse sobre las cabezas de dos jóvenes aprendices, que instintivamente trataron de sujetarla con todas sus fuerzas. El maestro, que percibió el drama, de un salto se metió debajo de la pila de maderas y urgió a los dos muchachos:

-¡¡¡Fuera, fuera de aquí!!!

     Los chicos estaban atrapados; el enorme peso que soportaban los iba aplastando poco a poco, hasta que el maestro carpintero de ribera se colocó como una columna humana bajo la pesada mole, y la aupó y la contuvo con su fuerza hercúlea el tiempo suficiente para que los muchachos pudieran escapar de la trampa mortal. Aún resistió un poco más, pero al final se impuso la ley de la gravedad. El maestro pereció allí reventado. Su sentido del deber no le habría permitido hacer otra cosa.

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