domingo, 7 de abril de 2013

Capítulo XXI - HAMBRE



Por Juan Manuel Bendala. Ilustración de Vicente Toti.


     El cargador de minerales destacaba por su fortaleza física entre los demás desheredados del barrio, que como él se habían tenido que dedicar a una tarea tan extenuante. Debajo de su raída chaquetilla se adivinaba el poderío de unos músculos de acero, que llamaban la atención en unos tiempos de hambre, racionamiento e individuos enclenques y estrechos de pecho. Su fuerza, en otras circunstancias, le podría haber abierto más de una puerta, pero en las actuales significaba para él una auténtica maldición. Sus compañeros de faena veían normal que él hiciera más trabajo que los demás, que llenara más su pala con el pesado mineral y que se reenganchara en los últimos vagones de pico, cuando la mayoría ya había dado de mano. A fuerza de aceptar la opinión general, se había acostumbrado a ser la bestia de carga de la cuadrilla. Lo que todos parecían ignorar entonces era que a mayor masa muscular, mayor necesidad de alimentos.

    
     Nuestro hombre pasaba hambre, verdadera y desesperada hambre. La escasez permanente de comida le hacía contenerse delante de su familia para no devorar él solo el contenido completo de la escuálida olla. A todas horas –en expresión onubense- andaba ‘jarguío’; en la taberna podía vérsele merodeando por las mesas, a la caza de cualquier trocito de pescado seco o de las aceitunillas despreciadas en las plateras que, a veces, acompañaban a las medias botellas de vino blanco peleón.
    
     De vez en cuando acudía a la tienda de ultramarinos, donde la tendera, su ángel salvador, le mitigaba el hambre con algún bollo de pan negro sobrante del día anterior, duro como una piedra.
    
     Nadie pudo decir que el cargador no resistió cuanto pudo, pero un día quizás encapotado, en el que no consiguió ver el cielo azul de su Huelva, ni horizontes claros dentro de sí mismo, se encaminó con pasos decididos a la tienda. Esta vez no se conformó con el bollito rancio de pan negro. Pidió un bollo blanco, y le dijo a la tendera que se lo cortase y se lo untase generosamente con manteca. Allí mismo, en el umbral, se sentó y comenzó a comérselo con parsimonia, como si no existiesen en el mundo nada más que su bollo y él mismo. Ni se sabe el tiempo que empleó en masticar lentamente los piquitos y las aristas más cocidas, en asimilar cada miga de pan, en paladear el salado y grasiento sabor de la manteca. El coloso, allí sentado, en un absoluto ensimismamiento, entregado a la más sublime degustación que jamás se haya visto en el barrio del Matadero, se mantenía ajeno al coro de curiosos que se fueron congregando en torno a él. Finalizado su improvisado banquete se levantó cuan largo era, se desperezó, consultó su reloj de bolsillo, y lacónicamente dijo:

-Ya no paso más hambre.
    
     Las escasas decenas de metros que caminó desde allí hasta el paso a nivel conocido como Las Cadenas o Las Metas fue un auténtico funeral en vivo. Ya se oían a lo lejos el traqueteo y los silbidos del correo procedente de Sevilla, cuando los acompañantes, que acababan de adivinar sus intenciones -dada la siniestra tradición de aquel punto, inscrito con caracteres de tragedia en la memoria colectiva-, ni pudieron ni supieron hacer nada. Todo sucedió tan rápido que pocos percibieron en su complejo dramatismo la forma desesperada en que el cargador puso un final definitivo a su hambre.

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