Por Juan
Manuel Bendala. Ilustración de Vicente Toti.
El cargador de minerales destacaba por su
fortaleza física entre los demás desheredados del barrio, que como él se habían
tenido que dedicar a una tarea tan extenuante. Debajo de su raída chaquetilla
se adivinaba el poderío de unos músculos de acero, que llamaban la atención en
unos tiempos de hambre, racionamiento e individuos enclenques y estrechos de
pecho. Su fuerza, en otras circunstancias, le podría haber abierto más de una
puerta, pero en las actuales significaba para él una auténtica maldición. Sus
compañeros de faena veían normal que él hiciera más trabajo que los demás, que
llenara más su pala con el pesado mineral y que se reenganchara en los últimos
vagones de pico, cuando la mayoría ya había dado de mano. A fuerza de aceptar
la opinión general, se había acostumbrado a ser la bestia de carga de la
cuadrilla. Lo que todos parecían ignorar entonces era que a mayor masa
muscular, mayor necesidad de alimentos.
Nuestro hombre pasaba hambre, verdadera y
desesperada hambre. La escasez permanente de comida le hacía contenerse delante
de su familia para no devorar él solo el contenido completo de la escuálida
olla. A todas horas –en expresión onubense- andaba ‘jarguío’; en la taberna podía vérsele merodeando por las mesas, a
la caza de cualquier trocito de pescado seco o de las aceitunillas despreciadas
en las plateras que, a veces, acompañaban a las medias botellas de vino blanco
peleón.
De vez en cuando acudía a la tienda de
ultramarinos, donde la tendera, su ángel salvador, le mitigaba el hambre con
algún bollo de pan negro sobrante del día anterior, duro como una piedra.
Nadie pudo decir que el cargador no
resistió cuanto pudo, pero un día quizás encapotado, en el que no consiguió ver
el cielo azul de su Huelva, ni horizontes claros dentro de sí mismo, se
encaminó con pasos decididos a la tienda. Esta vez no se conformó con el bollito
rancio de pan negro. Pidió un bollo blanco, y le dijo a la tendera que se lo
cortase y se lo untase generosamente con manteca. Allí mismo, en el umbral, se
sentó y comenzó a comérselo con parsimonia, como si no existiesen en el mundo nada
más que su bollo y él mismo. Ni se sabe el tiempo que empleó en masticar
lentamente los piquitos y las aristas más cocidas, en asimilar cada miga de
pan, en paladear el salado y grasiento sabor de la manteca. El coloso, allí
sentado, en un absoluto ensimismamiento, entregado a la más sublime degustación
que jamás se haya visto en el barrio del Matadero, se mantenía ajeno al coro de
curiosos que se fueron congregando en torno a él. Finalizado su improvisado
banquete se levantó cuan largo era, se desperezó, consultó su reloj de bolsillo,
y lacónicamente dijo:
-Ya
no paso más hambre.
Las escasas decenas de metros que caminó desde
allí hasta el paso a nivel conocido como Las
Cadenas o Las Metas fue un auténtico funeral en vivo. Ya se oían a lo lejos
el traqueteo y los silbidos del correo procedente de Sevilla, cuando los
acompañantes, que acababan de adivinar sus intenciones -dada la siniestra
tradición de aquel punto, inscrito con caracteres de tragedia en la memoria
colectiva-, ni pudieron ni supieron hacer nada. Todo sucedió tan rápido que
pocos percibieron en su complejo dramatismo la forma desesperada en que el
cargador puso un final definitivo a su hambre.
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