Por Juan
Manuel Bendala. Ilustración de Vicente Toti.
A pesar de que hacía bastantes años que le extirparon medio pulmón, el
maquinista aún seguía destinado en la línea Zafra-Huelva, en aquellas obsoletas
y renqueantes locomotoras de vapor. Su habitual asfixia se agudizaba en los
túneles, pero el buen hombre lo sobrellevaba como todas las dificultades de la
vida, con una paciencia digna del propio Job. Incluso las dolencias psíquicas
de su esposa las aceptaba con una comprensión merecedora de todos los elogios.
La mujer padecía frecuentes ataques de histeria y ansiedad, durante
los que gritaba, se rasgaba la ropa, pataleaba, blasfemaba y golpeaba todo lo
que estuviera a su alcance. El buen hombre sufría por ella, por los niños y por
los vecinos. Un día, la violencia del ataque sobrepasó la de todos los
anteriores, y no tuvo más remedio que llamar al 'médico de los locos', de pago,
naturalmente.
El doctor llegó a la casa entre la alarmada espera de la familia y los
vecinos. Pidió que le dejaran a solas con la enferma. No había aún cerrado la
puerta de la habitación, cuando la agarró por el cuello de la bata y le dio dos
bofetadas que la hicieron sumirse en un llanto apagado, monótono, casi cansino.
Inmediatamente recogió su maletín y se dirigió al marido con algunas recomendaciones
y la receta de unas cápsulas. El maquinista, apesadumbrado, escuchó con
atención todo lo que le decía el médico, que como despedida le comunicó sus
honorarios:
-Son doscientas pesetas.
El buen hombre pagó sin rechistar, pero cuando hubo salido el galeno, se
lamentaba en voz baja y sin demasiada convicción:
-Joderrrr ... ¡cuarenta duros! La próxima vez le doy yo las dos
bofetadas.
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