lunes, 8 de abril de 2013

Capítulo III - CRUZANDO EL TINTO



Por Juan Manuel Bendala. Ilustración de Vicente Toti. 

                                                                 
     Desde la comodidad de estos tiempos en que nos desplazamos con tanta facilidad resulta difícil apreciar con nitidez las pequeñas odiseas de los viajes de hace décadas, incluso a lugares hoy tan cercanos como La Rábida, en la otra orilla del río Tinto. Rodeada de esteros y marismas, aquel aislamiento formaba parte de su encanto y su misterio. Hasta la construcción del puente, en los años sesenta, el único acceso desde Huelva eran las canoas de Bocanegra, unos barquitos a modo de pequeños transbordadores, a los que la modernidad obligó a adaptarles unas cubiertas capaces para un par de coches, con unos portalones abatibles que aseguraban el precario transporte.
    
     Era un domingo de otoño, ya habían pasado las calores que extraían aquella fragancia tan característica de los geranios rabideños. El día, de cielo plomizo amenazaba lluvia; la ría se había puesto brava: en ese punto tiene casi un kilómetro de anchura. Desde el muelle de la Punta del Sebo se apreciaban olas con algo de espuma en la cresta; aun así, jóvenes endomingados se atrevieron a cruzar. El fuerte viento de la pleamar había arrinconado a los pasajeros en la cabina semiabierta. La embarcación trataba de mantener como podía el rumbo más favorable hacia su destino en el muelle de La Reina. Las aguas se habían encrespado, con olas de casi un metro en el centro de la canal. Algunos chicos revoltosos desafiaban sobre la cubierta, libre de coches aquella tarde, al húmedo ventarrón y al inquietante balanceo del precario barquito.
    
     De improviso, un joven tropezó con un portalón y cayó como una exhalación al agua, hacia atrás y de cabeza. Exclamaciones de espanto salieron de las gargantas; todo el mundo quedó sobrecogido; gritos de ¡hombre al agua!, ¡que paren el barco!, ¡un salvavidas! dieron a la pacífica excursión un aire dramático. El náufrago, con su chaqueta de sport y su corbata, ofrecía una imagen surrealista, tratando de chapotear entre las olas. Qué extraña y qué pequeña se veía aquella cabecita, alejándose con la corriente. La canoa paró avante y dio atrás toda, capeando a duras penas el viento y la marea, pero el chico cada vez se alejaba más.
    
     En eso, un tripulante le lanzó un salvavidas, uno de esos aros rígidos -puro objeto decorativo- con el nombre del barco; sabría Dios cuánto tiempo llevaría colgado allí. Efectivamente, al tocar el agua se partió por la mitad. Después de los primeros instantes de desconcierto algunos valientes como Carlos -un muchacho que trabajaba de hombre rana-, se lanzaron al agua. A esto, el náufrago había conseguido acercarse como pudo al barco por sus propios medios. Izados los inesperados bañistas, después de un buen rato, entre risas y tiritones se reanudó la travesía y la relajación general hizo que todo quedara en buen susto. A los excursionistas se les notó a partir de ese momento capaces de afrontar los peligros de aquellas y de otras aguas más procelosas.

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