Por
Juan Manuel Bendala. Ilustración de Vicente Toti.
Desde la comodidad de estos tiempos en que
nos desplazamos con tanta facilidad resulta difícil apreciar con nitidez las
pequeñas odiseas de los viajes de hace décadas, incluso a lugares hoy tan
cercanos como La Rábida, en la otra orilla del río Tinto. Rodeada de esteros y
marismas, aquel aislamiento formaba parte de su encanto y su misterio. Hasta la
construcción del puente, en los años sesenta, el único acceso desde Huelva eran
las canoas de Bocanegra, unos barquitos a modo de pequeños transbordadores, a
los que la modernidad obligó a adaptarles unas cubiertas capaces para un par de
coches, con unos portalones abatibles que aseguraban el precario transporte.
Era un domingo de otoño, ya habían pasado
las calores que extraían aquella fragancia tan característica de los geranios
rabideños. El día, de cielo plomizo amenazaba lluvia; la ría se había puesto
brava: en ese punto tiene casi un kilómetro de anchura. Desde el muelle de la
Punta del Sebo se apreciaban olas con algo de espuma en la cresta; aun así,
jóvenes endomingados se atrevieron a cruzar. El fuerte viento de la pleamar
había arrinconado a los pasajeros en la cabina semiabierta. La embarcación trataba
de mantener como podía el rumbo más favorable hacia su destino en el muelle de
La Reina. Las aguas se habían encrespado, con olas de casi un metro en el
centro de la canal. Algunos chicos revoltosos desafiaban sobre la cubierta,
libre de coches aquella tarde, al húmedo ventarrón y al inquietante balanceo del
precario barquito.
De improviso, un joven tropezó con un
portalón y cayó como una exhalación al agua, hacia atrás y de cabeza. Exclamaciones
de espanto salieron de las gargantas; todo el mundo quedó sobrecogido; gritos
de ¡hombre al agua!, ¡que paren el
barco!, ¡un salvavidas! dieron a la pacífica excursión un aire dramático.
El náufrago, con su chaqueta de sport y su corbata, ofrecía una imagen
surrealista, tratando de chapotear entre las olas. Qué extraña y qué pequeña se
veía aquella cabecita, alejándose con la corriente. La canoa paró avante y dio
atrás toda, capeando a duras penas el viento y la marea, pero el chico cada vez
se alejaba más.
En eso, un tripulante le lanzó un
salvavidas, uno de esos aros rígidos -puro objeto decorativo- con el nombre del
barco; sabría Dios cuánto tiempo llevaría colgado allí. Efectivamente, al tocar
el agua se partió por la mitad. Después de los primeros instantes de
desconcierto algunos valientes como Carlos -un muchacho que trabajaba de hombre
rana-, se lanzaron al agua. A esto, el náufrago había conseguido acercarse como
pudo al barco por sus propios medios. Izados los inesperados bañistas, después
de un buen rato, entre risas y tiritones se reanudó la travesía y la relajación
general hizo que todo quedara en buen susto. A los excursionistas se les notó a
partir de ese momento capaces de afrontar los peligros de aquellas y de otras aguas
más procelosas.
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