Por Juan
Manuel Bendala. Ilustración de Vicente Toti.
Los tres operadores
de aquella planta eran teóricamente de la misma categoría profesional, aunque
en la práctica las costumbres de la fábrica habían convertido a uno de ellos en
una especie de jefe de equipo. Domínguez ejercía el cargo con gran estoicismo,
porque no le reportaba más dinero, aunque sí más responsabilidades. Solo las
pillerías del Guali ya eran una cruz bastante pesada. No había ocasión en que
este no intentara sacar partido de su bronquitis crónica o del supuesto vértigo
que le daban las alturas.
El Guali se
llamaba -se llama- Enrique, aunque a él le encanta que le nombren por su
apelativo de ‘guerra’. Presume de haber sido un golfillo que le cortaba los
rabos a los cochinos en los vagones de mercancía de la estación, para después
comérselos asados; y de otras pillerías que le permitieron sobrevivir. Aunque, en
lo que se dice vivir…, no ha sido nunca demasiado organizado que digamos. Su
habilidad para trabajar lo imprescindible solo era comparable con su capacidad
para echar 'el lagrimón' en el ‘pasillo de la moqueta’. Eran legendarias sus
'representaciones' para pedir un anticipo, a los cinco días de haber cobrado la
paga del mes. Anticipo del que inmediatamente daba buena cuenta, eso sí con su
santa esposa, a la que agasajaba a base de tapitas y copas. Más le valía
hacerlo así, pues ella era una auténtica mujerona, alta y corpulenta -incluso
más que él- muy resuelta y decidida, y no habría dudado en interpelar al Guali
o a cualquiera.
Había ido el
matrimonio aquel día a Moguer -pueblo de Domínguez, el jefe de equipo-, donde
las tapas suelen ser regias. Iba el Guali con el terno de las bodas y las
comuniones y su mujer del brazo, también muy arreglada, como correspondía al
'homenaje' mensual del anticipo.
No acababan de
aparcar, cuando por un carril que procedía del campo apareció Domínguez, montado
en un Vespino de segunda mano -que, para situarnos, le había costado dos mil
pesetas-. Vestía unos pantalones de pana y una camisa casi tan viejos como el
Vespino; la ropa salpicada de paja y las botas manchadas del barro del carril y
el estiércol de los animales. Venía de echarle de comer a unos becerros que
tenía en su finquita.
Domínguez no
pudo evitar una exclamación de asombro:
-¡Hombre,
Guali!, ¿adónde vas tan trajeado?
El Guali le
correspondió altanero, con fingida afectación:
-¡Eeeeeh!.
Pues nada, que vengo aquí con mi señora a tomar unas tapas.
La mujer, mientras tanto, ya le había
hecho un auténtico reconocimiento visual al recién llegado; por eso cuando su
marido le presentó al compañero:
-Mira niña,
aquí te presento a mi jefe, la esposa del Guali no pudo sino responder con un aire de digno
desprecio:
-¡Pues si
este es tu jefe, habrá que ver a los demás!
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Muchisimas gracias por tu comentario.