lunes, 8 de abril de 2013

Capítulo XI - EL JEFE



Por Juan Manuel Bendala. Ilustración de Vicente Toti.



Los tres operadores de aquella planta eran teóricamente de la misma categoría profesional, aunque en la práctica las costumbres de la fábrica habían convertido a uno de ellos en una especie de jefe de equipo. Domínguez ejercía el cargo con gran estoicismo, porque no le reportaba más dinero, aunque sí más responsabilidades. Solo las pillerías del Guali ya eran una cruz bastante pesada. No había ocasión en que este no intentara sacar partido de su bronquitis crónica o del supuesto vértigo que le daban las alturas.

El Guali se llamaba -se llama- Enrique, aunque a él le encanta que le nombren por su apelativo de ‘guerra’. Presume de haber sido un golfillo que le cortaba los rabos a los cochinos en los vagones de mercancía de la estación, para después comérselos asados; y de otras pillerías que le permitieron sobrevivir. Aunque, en lo que se dice vivir…, no ha sido nunca demasiado organizado que digamos. Su habilidad para trabajar lo imprescindible solo era comparable con su capacidad para echar 'el lagrimón' en el ‘pasillo de la moqueta’. Eran legendarias sus 'representaciones' para pedir un anticipo, a los cinco días de haber cobrado la paga del mes. Anticipo del que inmediatamente daba buena cuenta, eso sí con su santa esposa, a la que agasajaba a base de tapitas y copas. Más le valía hacerlo así, pues ella era una auténtica mujerona, alta y corpulenta -incluso más que él- muy resuelta y decidida, y no habría dudado en interpelar al Guali o a cualquiera.

Había ido el matrimonio aquel día a Moguer -pueblo de Domínguez, el jefe de equipo-, donde las tapas suelen ser regias. Iba el Guali con el terno de las bodas y las comuniones y su mujer del brazo, también muy arreglada, como correspondía al 'homenaje' mensual del anticipo.

No acababan de aparcar, cuando por un carril que procedía del campo apareció Domínguez, montado en un Vespino de segunda mano -que, para situarnos, le había costado dos mil pesetas-. Vestía unos pantalones de pana y una camisa casi tan viejos como el Vespino; la ropa salpicada de paja y las botas manchadas del barro del carril y el estiércol de los animales. Venía de echarle de comer a unos becerros que tenía en su finquita.

Domínguez no pudo evitar una exclamación de asombro:

-¡Hombre, Guali!, ¿adónde vas tan trajeado?

El Guali le correspondió altanero, con fingida afectación:

-¡Eeeeeh!. Pues nada, que vengo aquí con mi señora a tomar unas tapas.
    
     La mujer, mientras tanto, ya le había hecho un auténtico reconocimiento visual al recién llegado; por eso cuando su marido le presentó al compañero:

-Mira niña, aquí te presento a mi jefe, la esposa del Guali no pudo sino responder con un aire de digno desprecio:

-¡Pues si este es tu jefe, habrá que ver a los demás!

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