lunes, 29 de abril de 2013

Capítulo XXVI - “PA' UN MORO..”



Por Juan Manuel Bendala
   
     Donde en otros países ponen, por ejemplo, un simple “No fumar”, en el nuestro tradicionalmente hemos puesto: “Prohibido fumar”, o mejor aún: “Queda terminantemente prohibido fumar”; porque somos bastante reacios a aceptar las prohibiciones de buen grado. Por eso la taxativa norma existente en la Compañía respecto a la prohibición de aceptar propinas por los operadores cargadores de camiones-cisternas era vulnerada de forma sistemática. Los cinco o diez durillos que soltaban los conductores por cada carga eran financiados por las empresas transportistas, que perseguían con la dádiva el ‘engrase’ de las operaciones y la eliminación de demoras. Así es que el sistema funcionaba como un reloj; siempre ‘bajo cuerda’, naturalmente. Aunque tal práctica era como el secreto de Calañas, que según decían se oía de cerro a cerro. Los conductores cargaban con rapidez, y los operadores obtenían un dinerillo extra muy goloso, que recontaban y se repartían al final de cada jornada sentados en los bancos del vestuario, donde hacían los correspondientes montoncitos de monedas ante las miradas ansiosas de los demás.
    
     Pero las corruptelas, chicas o grandes, funcionan como lo hace el amamantado de los cerditos: mientras todos los lechones tienen una teta de la que chupar se muestran tranquilos,  relajados y silenciosos; pero si por alguna circunstancia cualquiera de ellos pierde el pezón al que estaba enganchado, empieza a berrear como un poseso y en un instante se arma la marimorena.
    
   
  Por eso aquellas Navidades, en las que una de las empresas transportistas entregó cierta cantidad de dinero a uno de los cargadores, para que la distribuyese entre sus compañeros, el hombre, no demasiado escrupuloso decidió que Santa Rita, Santa Rita…
     Mas como todo al final sale a la luz, los cargadores desposeídos se enteraron del latrocinio y estalló un escándalo de tal magnitud que llegó a oídos de la Compañía, dado el cariz que tomaron las cosas. Para cortar la cuestión por lo sano, les hicieron firmar a todos y cada uno de los cargadores un documento, en el que se comprometían solemnemente a no aceptar propinas, bajo sanción de despido fulminante en caso de incumplimiento.
    
     Las primeras semanas, los operadores, por miedo, se resistieron a los repetidos ofrecimientos de los conductores. Pero, como recitaba ceremoniosamente un profesor que tuve en el bachillerato: “El espíritu está presto, pero la carne es flaca”. Así es que la aceptación de propinas se fue restableciendo poco a poco; con la alegre novedad de que algunos conductores ya daban veinte duritos. Según decían, todas las empresas habían aumentado la cuantía de la propina, aunque algunos conductores sisaban la mitad para ellos.
    
     Todos los hombres volvieron a la rutina habitual; todos excepto uno, que se mantuvo incólume, al tiempo que aseguraba que su firma y su palabra valían mucho, y que él no iba a traicionarlas. Los demás cargadores para darle achares, al final de la jornada llegaban al vestuario haciendo sonar las monedas en sus bolsillos con ostentación, y procedían a la ceremonia de los montoncitos y el reparto. Comentaban en voz alta la recaudación del día e incluso la exageraban algo. El cargador ‘íntegro’ percibía la escena haciéndose el desentendido, mientras repetía las afirmaciones sobre el valor de su palabra. Y así se mantuvo la situación durante un tiempo. Hasta que nuestro hombre no pudo más, y un buen día estalló. De buenas a primeras les espetó a los demás:
-Mirad, lo he pensado mejor, y ¿sabéis lo que os digo?, que pa’ un moro tós cristianos.
    
     Aquella contradicción suya a destiempo no le salvó de las burlas inclementes de sus compañeros, y cada vez que estaba a punto de finalizar una carga, en el momento en el que el conductor solía alargarle la moneda, los demás lo esperaban con expectación y a coro le gritaban desde lejos:

-¡¡¡ Y no queríaaaaaaaaa!!!

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