Por Juan Manuel Bendala. Ilustración de
Vicente Toti.
Desde muy pequeño se quedó sin madre; se
crió mariscando por los caños de La Higuerita, y la vida le echó a la mar a los once
años. En aquellos esteros nunca hubo otro chiquillo más hábil en el marisqueo
de bocas, almejas o cangrejos. Al compás de las mareas se hizo hombre antes de
tiempo, y modeló para sí un código de conducta a su medida: debía guardarse el
miedo mejor que nadie, pescar más que el primero y conseguir que la gente le
quisiera. A su manera era un perfeccionista, y por ello intolerante. Si a pesar
de su especial maestría no traía el barco a reventar de pescado, blasfemaba y
maldecía, hasta que “los santos se caían del cielo de dos en dos”.
Ahora, en los llamados felices veinte, él
rondaba la treintena, y comenzaba a marcarse sobre su nuca una cuadrícula de
profundas arrugas. El sol implacable, el viento y el salitre habían tallado en esa
parte de su piel rojos verdugones que recordaban por su textura la cresta de un
pavo. Sin embargo, su inseparable mascota de fieltro había preservado la
blancura de su rostro alargado y sereno. El Juane era duro como su oficio,
enjuto y correoso como los tollos que secaba en la cubierta del barco, pero
sensible en el fondo: no podía ver una desgracia a su alrededor sin romper a
llorar desconsolado. Decía que es más fácil ser bueno que ser malo; y algo de esa
máxima debió llevar a la práctica, porque su tripulación sentía por él un
cariño y un respeto no exentos de cierto temor: sus accesos de cólera,
seguramente, engendrarían esa prevención en los hombres.
A primera vista no cabría pensar que aquel
cuerpo nervioso, de regular complexión, encerrase tanta fuerza. Debió adquirirla
en los galeones, grandes lanchones con unos veinte remeros, en los que aquellos
seres, hechos de otra pasta, se aventuraban en las aguas de Portugal para
pescar sardinas. Remaban durante muchas millas, soportando las inclemencias del
tiempo, con el único acicate de algún trago de aguardiente; echaban las redes y,
lastrados con la plateada carga, volvían a Isla Cristina. Muchos habían
comprobado la extraordinaria fortaleza del Juane. Con naturalidad, como el que
no quería la cosa, cogía un grueso corcho y lo cortaba con su afilada navaja de
un tajo, como si fuese mantequilla: le gustaba hacer barquitos para los niños.
El pueblo también lo había visto tumbar al Paulino, un auténtico coloso, que en
una ocasión arremetió contra él y sus amigos mientras cantaba en la taberna. Durante
sus repentinos enfados, cuando se consideraba atacado injustamente, era capaz
de prenderle fuego al mundo. Sin embargo, su tripulación confiaba ciegamente en
él, y sabía que podía contar con el
patrón para lo que hiciese falta: siempre cedía a sus peticiones.
Como tantos otros días, los temporales no habían
dejado a los marineros salir a la mar. Llevaban ya varias horas jugando y
bebiendo en el Bar Lulú, cuando al
patrón se le acabó el dinero. Con la naturalidad del que está acostumbrado a
mandar, dijo a uno de los parroquianos:
-Ve y dile a mi
mujer que te dé mil pesetas.
Inés era una morena delgada, bajita y
vivaracha, con más agallas y temperamento aún que su marido. Sacaba adelante a
sus tres pequeños como podía, y sobrevivía con lo que le sisaba de la cartera
por las noches. En algunos de aquellos registros nocturnos había comprobado con
estupefacción cómo el Juane guardaba billetes de mil pesetas, de aquellos que,
según decían, ni conocían los maestros de escuela; mientras ella tenía que
comprar fiado en la tienda. Pero esta vez su marido había ido demasiado lejos.
Nunca estuvo de acuerdo con su forma de ver la vida, y así se lo hacía saber
durante las frecuentes broncas conyugales:
-Mucho te quiero
perrito, pero pan poquito; mucho ¡ay mi madre, ay mi madre! y mucho llanto
cuando los niños están enfermos, pero después que se coman el zancajo del
burro.
La
indignada mujer sabía que el recadero no tenía la culpa; por eso se escapó, no
sin recibir tales imprecaciones que llegó al bar con el rabo entre las piernas,
y con un hilo de voz consiguió articular:
-Inés dice que no
me da un duro.
El Juane saltó de la silla, dio un bufido y
salió disparado hacia su casa. A grandes zancadas llegó a la casita del huerto
Ramos donde vivían. Golfo su fiel perrillo, ajeno al enfado de su dueño, le
salió al encuentro moviendo contento su rabito. A la altura del limonero
lunario recibió un patadón en las costillas que no supo a qué atribuir;
seguramente habría hecho algo malo, debió de pensar para sí el animalito.
El patrón, regresó a la mesa de juego
acalorado, violento, resoplando como si acabase de hacer una hombrada. Para que
no cupiese duda de que era él quien mandaba en casa, exclamó en voz alta:
-¡No le he dejado
ni para carbón!
La partida continuó en un ambiente de
forzada normalidad. Nadie se atrevía a emitir su opinión sobre lo que acababa
de ocurrir. Las expresiones propias del juego sonaban huecas y sin sentido.
Sobre la timba flotaba una nube de pensamientos acusatorios que casi podían
oírse. De pronto, uno de los hombres exclamó:
-¡Juane, mira, tu
perro!
Sin que nadie se hubiese apercibido de él,
el perrillo había llegado renqueante junto a su amo, y allí en silencio murió
reventado. El Juane consternado lo tomó en su regazo y sin pronunciar palabra
comenzó a derramar un río de ardientes lágrimas amargas. Acariciaba y apretaba contra su pecho el cuerpecito
inerte de Golfo. Seguramente lloraría por su perro, por la falta de su madre, por
su infancia perdida, por todo lo que quiso aprender y nadie le enseñó nunca.
Lloraría por una vida que nunca supo vivir.
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