Por
Juan Manuel Bendala
En mi casa la leche era un alimento casi
inexistente; de vez en cuando hacía una breve aparición algún que otro cuarto
de litro que mi abuela compraba en una vaquería cercana. El café -que en
realidad era cebada tostada- había que tomarlo negro. La leche, cara y escasa, venía
además convenientemente ‘bautizada’, según la extendida práctica de las
pequeñas instalaciones ganaderas que sobrevivían en la ciudad, en las que los
animales permanecían estabulados de forma permanente. Puede que la ‘santificación’
de aquellos bautizos impidiera la propagación masiva del bacilo de koch, porque
lo cierto era que la mayoría de las vacas se ponían tuberculosas con ese tipo
de vida; aunque la gente se tranquilizaba pensando que con hervir la leche era
suficiente, cosa incierta y que explicaría parcialmente la frecuencia de la
enfermedad, que hacía presa en los individuos con menos defensas.
Digo esto por lo que contaré a
continuación:
El
precario abastecimiento de leche empeoró cuando nació mi prima Paqui y la
alimentación de la niña se hizo difícil, ya que su padre se hallaba en paro.
Pero como todo tiene arreglo -menos la muerte-, su tía Rosario se ofreció a
proporcionarle generosamente un litro de leche cada día. Y la buena mujer
cumplió cabalmente. A mí, que era el mandadero
oficial de la ‘tribu’ -compuesta por mi madre, mi abuela, mis hermanas, mi tía
con su marido y la niña recién nacida-, me correspondió por decreto la peregrinación
diaria a la lechería de la generosa mujer.
A mis once años, tonto del todo no era, y
día a día tenía que tragarme mi orgullo y hacer como que no percibía la tensa
situación. Con el preciado líquido enfilaba la carretera del matadero de vuelta
a casa. La distancia no era mucha, aunque el camino era monótono y desprotegido:
no había dónde refugiarse del calor, la lluvia o el frío: a un lado quedaban las
tapias del tren, al otro las del Club de Tenis y el Velódromo.
Aquella tarde el pavimento casi ardía; era
uno de esos días tórridos del verano huelvano; el frescor de la botella
contrastaba con el fulgor de fuego de las tapias mal encaladas. Y aunque
recordaba todo lo que mi abuela me había inculcado sobre los peligros de la
leche sin hervir, la tentación pudo más que yo; pensé que un traguito pequeño
no se notaría, y que la niña -tan pequeñita ella- seguiría teniendo suficiente.
Nunca lo hubiera hecho. Fue algo
así como dicen de los Gremlins, a los que no se les puede alimentar después de
medianoche, o de los vampiros cuando prueban la sangre.
Di un traguito del peligroso líquido sin
hervir, probablemente plagado del bacilo de Koch y de las bacterias del agua
que se multiplicaban rápidamente en la leche. El fresquito que sentí bajar por
mi garganta fue uno de esos placeres que no se olvidan nunca. Después miré el
nivel de la leche en la botella y comprobé que casi no se apreciaba su descenso. La leche de vaca
así fresquita y sin hervir estaba estupenda, sobre todo para alguien tan ayuno
de ella como yo. Por eso, al rato no pude aguantar más, le di otro tientecito a
la botella y volví a comprobar que tampoco se notaba demasiado.
No recuerdo cuántas veces caí en la
tentación, pero serían bastantes, porque cuando llegué a casa todos me
preguntaron alarmados por qué llevaba tan poca leche. Por un instante pensé en
decir que me habían dado menos esa vez; lo que no habría resultado demasiado
raro, porque en la rápida y forzada maniobra de Rosario al meter la medida en
la cántara, el volumen recogido variaba; incluso yo solía elucubrar sobre la
idea de que el suministro dependía de cómo fueran las ventas ese día.
Por
ello, con un hilo de voz expliqué que había tomado un traguito. La hilaridad y
el jolgorio general reconfortaron en parte mi sentido de culpabilidad. Hubo
hasta conatos de apenada comprensión hacia el canijo infractor. Pero siempre me
recordarán con cariño y recochineo:
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