domingo, 14 de abril de 2013

Capítulo XXII - EL TRAGUITO



Por Juan Manuel Bendala

     En mi casa la leche era un alimento casi inexistente; de vez en cuando hacía una breve aparición algún que otro cuarto de litro que mi abuela compraba en una vaquería cercana. El café -que en realidad era cebada tostada- había que tomarlo negro. La leche, cara y escasa, venía además convenientemente ‘bautizada’, según la extendida práctica de las pequeñas instalaciones ganaderas que sobrevivían en la ciudad, en las que los animales permanecían estabulados de forma permanente. Puede que la ‘santificación’ de aquellos bautizos impidiera la propagación masiva del bacilo de koch, porque lo cierto era que la mayoría de las vacas se ponían tuberculosas con ese tipo de vida; aunque la gente se tranquilizaba pensando que con hervir la leche era suficiente, cosa incierta y que explicaría parcialmente la frecuencia de la enfermedad, que hacía presa en los individuos con menos defensas.
    
     Digo esto por lo que contaré a continuación:
     El precario abastecimiento de leche empeoró cuando nació mi prima Paqui y la alimentación de la niña se hizo difícil, ya que su padre se hallaba en paro. Pero como todo tiene arreglo -menos la muerte-, su tía Rosario se ofreció a proporcionarle generosamente un litro de leche cada día. Y la buena mujer cumplió cabalmente. A mí,   que era el mandadero oficial de la ‘tribu’ -compuesta por mi madre, mi abuela, mis hermanas, mi tía con su marido y la niña recién nacida-, me correspondió por decreto la peregrinación diaria a la lechería de la generosa mujer.
    
    
Mis llegadas al negocio, provisto de una botella vacía -que en su día había contenido anís Onuba- eran saludadas con un gesto hosco de su marido, mientras jugaba al dominó con algunos amigos en un extremo del mostrador. La mujer, muy guapa por cierto,  lanzaba mansas miradas furtivas con sus bellos ojos claros al ‘ogro’, como pidiendo su aquiescencia para la obra de caridad del día. El hombre le daba el ‘placet’ con leves gruñidos o asentimientos de cabeza. Con gesto y expresión de resignada Dolorosa, casi sin agacharse, estirando el brazo cuanto podía, como para que no se le notase mucho la maniobra, la mujer introducía una medida cilíndrica en una cántara de aluminio rodeada de hielo bajo el mostrador. Acto seguido escanciaba la leche en la botella, a pulso, sin embudo, como si no quisiera hacer el más leve ruido. No decía nada, no fuera a despertar al guardián de la tienda, cuyos ojos la fulminaban a través de los gruesos cristales de sus gafas. Como máximo, al despedirme me preguntaba tímidamente cómo seguía la niña.  
    
     A mis once años, tonto del todo no era, y día a día tenía que tragarme mi orgullo y hacer como que no percibía la tensa situación. Con el preciado líquido enfilaba la carretera del matadero de vuelta a casa. La distancia no era mucha, aunque el camino era monótono y desprotegido: no había dónde refugiarse del calor, la lluvia o el frío: a un lado quedaban las tapias del tren, al otro las del Club de Tenis y el Velódromo.
    
     Aquella tarde el pavimento casi ardía; era uno de esos días tórridos del verano huelvano; el frescor de la botella contrastaba con el fulgor de fuego de las tapias mal encaladas. Y aunque recordaba todo lo que mi abuela me había inculcado sobre los peligros de la leche sin hervir, la tentación pudo más que yo; pensé que un traguito pequeño no se notaría, y que la niña -tan pequeñita ella- seguiría teniendo suficiente.        Nunca lo hubiera hecho. Fue algo así como dicen de los Gremlins, a los que no se les puede alimentar después de medianoche, o de los vampiros cuando prueban la sangre.
    
     Di un traguito del peligroso líquido sin hervir, probablemente plagado del bacilo de Koch y de las bacterias del agua que se multiplicaban rápidamente en la leche. El fresquito que sentí bajar por mi garganta fue uno de esos placeres que no se olvidan nunca. Después miré el nivel de la leche en la botella y comprobé que casi  no se apreciaba su descenso. La leche de vaca así fresquita y sin hervir estaba estupenda, sobre todo para alguien tan ayuno de ella como yo. Por eso, al rato no pude aguantar más, le di otro tientecito a la botella y volví a comprobar que tampoco se notaba demasiado.
    
     No recuerdo cuántas veces caí en la tentación, pero serían bastantes, porque cuando llegué a casa todos me preguntaron alarmados por qué llevaba tan poca leche. Por un instante pensé en decir que me habían dado menos esa vez; lo que no habría resultado demasiado raro, porque en la rápida y forzada maniobra de Rosario al meter la medida en la cántara, el volumen recogido variaba; incluso yo solía elucubrar sobre la idea de que el suministro dependía de cómo fueran las ventas ese día.
    
      Por ello, con un hilo de voz expliqué que había tomado un traguito. La hilaridad y el jolgorio general reconfortaron en parte mi sentido de culpabilidad. Hubo hasta conatos de apenada comprensión hacia el canijo infractor. Pero siempre me recordarán con cariño y recochineo:

-¿Te acuerdas de cuando te bebiste la leche?
    
    

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