lunes, 8 de abril de 2013

Capítulo XXX - LA SILLA



Por Juan Manuel Bendala. Ilustración de Vicente Toti.


     En aquella urbanización de Matalascañas cada cual se defendía del tórrido sol meridional como podía; bastantes propietarios habían plantado arbolitos, tales como plataneras o sauces llorones, en los aledaños del césped. A golpe de manguera consiguieron en poco tiempo una mayor sensación de frescor, e hicieron crecer altos setos, buscando un poco de independencia. La casa de un joven de la vecindad, hacendoso donde los hubiera, destacaba de las demás por la pulcritud de su pequeña parcela, algo fría y desangelada, eso sí, porque a diferencia de sus vecinos la había enlosado y alicatado toda ella a conciencia, lo que le obligaba cada verano a colocar un toldo, pues aquello se convertía en un horno. 

     
   La temporada veraniega estaba próxima y, como otras veces, se afanaba nuestro joven desde las primeras luces del día en preparar el enjaretado de alambres, sobre el que tendería la lona delante de la casa. Aún no había sacado las hermosas sillas torneadas y pintadas de vivos colores, con asientos de enea, constante envidia de quienes pasaban por allí y admiraban durante todo el verano el resultón patio andaluz que le quedaba. Es decir, sí había cogido una, para usarla a modo de escalera; desde su asiento alcanzaría los altos soportes metálicos, para enganchar las lonas del toldo. Empezaría por los postes que daban a la calle, antes de que comenzara el trajín de gentes por la acera. Dejó allí la silla, con un gran rollo de alambre colgado en uno de los palos del respaldo, y entró en busca de herramientas.
    
     Nunca lo hubiera hecho. Merodeaba por la zona un cazador de chatarras compulsivo. Funcionario y hombre acomodado él, que ejercía únicamente por un poco de afición y un mucho de tacañería. Lámparas, muebles y desechos de tienta varios, todo era aprovechable. De tarde en tarde caía algún objeto más apetecible de lo habitual. Aquella mañana el rebuscador bendijo su buena suerte. Hay gente rara, se dijo para sí, mira que tirar una silla tan bonita y un rollo tan bueno de alambre... Ni corto ni perezoso levantó el portalón trasero del coche, y... adentro. Actuó como siempre, con rapidez y economía de movimien­tos, al amparo de las primeras luces de la mañana: al fin y al cabo no quería que su actividad trascendiese demasiado.
    
     Unos segundos más tarde apareció en escena el joven hacendoso, que volvía con los alicates en la mano, y de un respingo se plantó en mitad de la calle con los brazos en jarras y las manos dobladas hacia afuera, apoyadas en la cintura. No pudo reprimir una fuerte exclamación, fruto de su total indignación:

-¡¡¡Ay, coño, ¿quién será el hijoputa que me ha robao la silla? Yo me cag…!!! (imprecaciones no reproducibles)
    
     El buscón, que regresaba de dar la vuelta con el coche en la calle sin salida, pasaba en ese instante a su altura, y no tuvo más remedio que contemplar al basilisco en que se había convertido el joven, y escuchar todas las maldiciones que estaba arrojando sobre su árbol genealógico completo; pero no supo o no se atrevió a reaccionar. Como pudo, escondió el cuello en el tronco, bajó el parasol y siguió despacio, encomendán­dose al santo patrón de los traperos. Mientras se alejaba, oía los juramentos, las afeminadas imprecaciones y las fuertes palmadas que el expoliado se daba en el lateral del muslo. Por el espejo retrovisor, más que ver, adivinaba un manoteo nada tranquilizador. De repente acudió a su mente el magnífico brasero de metal que había conseguido hacía unas semanas ¿No lo habrían sacado al sol después de abrillantarlo? Definitivamente, iba a tener que cambiar de hábitos.

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