Por Juan Manuel Bendala. Ilustración de
Vicente Toti.
En
aquella urbanización de Matalascañas cada cual se defendía del tórrido sol
meridional como podía; bastantes propietarios habían plantado arbolitos, tales
como plataneras o sauces llorones, en los aledaños del césped. A golpe de
manguera consiguieron en poco tiempo una mayor sensación de frescor, e hicieron
crecer altos setos, buscando un poco de independencia. La casa de un joven de
la vecindad, hacendoso donde los hubiera, destacaba de las demás por la pulcritud
de su pequeña parcela, algo fría y desangelada, eso sí, porque a diferencia de
sus vecinos la había enlosado y alicatado toda ella a conciencia, lo que le
obligaba cada verano a colocar un toldo, pues aquello se convertía en un horno.
La
temporada veraniega estaba próxima y, como otras veces, se afanaba nuestro
joven desde las primeras luces del día en preparar el enjaretado de alambres,
sobre el que tendería la lona delante de la casa. Aún no había sacado las hermosas
sillas torneadas y pintadas de vivos colores, con asientos de enea, constante
envidia de quienes pasaban por allí y admiraban durante todo el verano el
resultón patio andaluz que le quedaba. Es decir, sí había cogido una, para
usarla a modo de escalera; desde su asiento alcanzaría los altos soportes
metálicos, para enganchar las lonas del toldo. Empezaría por los postes que
daban a la calle, antes de que comenzara el trajín de gentes por la acera. Dejó
allí la silla, con un gran rollo de alambre colgado en uno de los palos del
respaldo, y entró en busca de herramientas.
Nunca
lo hubiera hecho. Merodeaba por la zona un cazador de chatarras compulsivo. Funcionario
y hombre acomodado él, que ejercía únicamente por un poco de afición y un mucho
de tacañería. Lámparas, muebles y desechos de tienta varios, todo era
aprovechable. De tarde en tarde caía algún objeto más apetecible de lo
habitual. Aquella mañana el rebuscador bendijo su buena suerte. Hay gente rara,
se dijo para sí, mira que tirar una silla tan bonita y un rollo tan bueno de
alambre... Ni corto ni perezoso levantó el portalón trasero del coche, y...
adentro. Actuó como siempre, con rapidez y economía de movimientos, al amparo
de las primeras luces de la mañana: al fin y al cabo no quería que su actividad
trascendiese demasiado.
Unos
segundos más tarde apareció en escena el joven hacendoso, que volvía con los
alicates en la mano, y de un respingo se plantó en mitad de la calle con los
brazos en jarras y las manos dobladas hacia afuera, apoyadas en la cintura. No
pudo reprimir una fuerte exclamación, fruto de su total indignación:
-¡¡¡Ay, coño, ¿quién será el hijoputa que me ha robao la silla? Yo me
cag…!!!
(imprecaciones no reproducibles)
El
buscón, que regresaba de dar la vuelta con el coche en la calle sin salida,
pasaba en ese instante a su altura, y no tuvo más remedio que contemplar al
basilisco en que se había convertido el joven, y escuchar todas las maldiciones
que estaba arrojando sobre su árbol genealógico completo; pero no supo o no se
atrevió a reaccionar. Como pudo, escondió el cuello en el tronco, bajó el
parasol y siguió despacio, encomendándose al santo patrón de los traperos.
Mientras se alejaba, oía los juramentos, las afeminadas imprecaciones y las
fuertes palmadas que el expoliado se daba en el lateral del muslo. Por el
espejo retrovisor, más que ver, adivinaba un manoteo nada tranquilizador. De
repente acudió a su mente el magnífico brasero de metal que había conseguido
hacía unas semanas ¿No lo habrían sacado al sol después de abrillantarlo?
Definitivamente, iba a tener que cambiar de hábitos.
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