Por Juan Manuel Bendala.
Ilustración de Vicente Toti.
Los años más duros de la posguerra habían pasado,
corrían los 50, y aunque se podría decir que el hambre verdadera había huido,
la dieta no era aún demasiado rica en proteínas, lácteos y otras gollerías. La
gente comía por la calle, en un afán por matar la gazuza: pan con aceite y
azúcar, chucherías o lo que fuera. Era común en el campo la afición a la
recolección de acelgas de trigo, espárragos, tagarninas, gurumelos o cualquier
cosa que pudiera contribuir a la precaria dieta. En la ciudad, la pesca de
anguilas en los desagües del muelle o las cacerías de pajaritos con redes en
los descampados eran otras de las aficiones 'paliativas'.
Al niño le gustaba colaborar en la preparación de
toda la parafernalia necesaria para la jornada de caza: la minuciosa revisión
de los dos cuerpos de fina red; la recogida y amarre de aquellos cardos secos
para el camuflaje de la trampa; la puesta a punto de las jarillas; las limpieza
de las jaulitas, por si caían jilgueros o chamarices ... Todo aquello
sintonizaba bastante con sus habilidades manuales y su gusto por la fabricación
de objetos o reparación de artilugios. La verdad es que, aunque pretendía estar
al tanto de los lances que se avecinaban, las cacerías siempre las había visto
desde lejos: los chicos mayores nunca le habían dejado acercarse debido a la
torpeza que se le suponía por su corta edad. Por eso opinaba y hablaba de
oídas, sin ningún rigor 'profesional'. Nunca había participado, y por ello
desconocía el previsible desenlace de aquella tarde de otoño.
La espera era enervante; los zagalones, escondidos
tras unos setos, aguardaban a que los pájaros se posaran entre las dos piezas
de red. De vez en cuando tiraban suavemente de las jarillas para que los
reclamos atados a las mismas saltasen, en un desesperado intento de huida. Los
gorriones espiaban desde las altas copas de los árboles cercanos las
evoluciones de sus congéneres jarilleros, que sin querer los estaban engañando.
Por fin, después de una tensa espera, la bandada se posó en torno a las matas
de cardos; el chico que sujetaba la cuerda principal la asió con fuerza,
respiró profundamente y de un violento 'jalón' cerró la red, en un visto y no
visto.
La chiquillería acudió presurosa con una enorme algarabía
a recoger los gorriones atrapados en la red. A medida que los iban
desenganchando con gran griterío, les aplastaban la cabeza entre los dedos
índice y pulgar. El niño intentó emular a los demás, pero, cuando tuvo la
cabecita entre sus dedos, la asustada mirada del pajarito pareció clavársele en
su corazón; el calorcillo del diminuto cuerpecito le impidió masacrarlo. Los
demás le jaleaban y urgían para que hiciera lo que tenía que hacer. Pero aquello
fue superior a sus fuerzas. Aquel lance le hizo considerarse a sí mismo un
cobarde y un pusilánime. Más tarde, comprendió que había hecho lo correcto.
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