Por Juan
Manuel Bendala. Ilustración de Vicente Toti.
Ramón llegó desde su Galicia natal 'con una mano delante y otra
detrás', pero su tío que era remitente de pescado le amparó y ayudó, y al poco
empezó a trapichear. Como era un joven despierto y emprendedor, enseguida comenzó
a ganar dinero. Pasaron los años, y nuestro hombre se convirtió en un poderoso
armador. Llegó a poseer una verdadera flota de barcos de pesca, talleres,
camiones, saladeros… Incluso fueron suyos dos grandes bacaladeros que pescaban
en Terranova, verdaderos orgullos de la ciudad.
Inés, por el contrario, era una mujer
humilde, que siempre había trabajado para los demás, en las fábricas de
conservas de su pueblo, de limpiadora en una cooperativa de pescadores, como
precaria vendedora de cebada tostada -sucedáneo del café-…Y siempre cuidando de
sus hijos y de sus nietos, durante toda su vida.
Como era pariente lejana de Ramón, de
vez en cuando, en la Pescadería le regalaban unas gambitas para alguna
celebración familiar. Aquel día coincidió la anciana con Ramón en su saladero;
se había acercado a procurarse como otras veces unas gambas para el bautizo de
una nieta. El potentado dio las órdenes oportunas para que le facilitasen a
Inés un ranchito, con gambas, algunos langostinos y bastantes morunos -llamados carabineros en otros lugares; que
antes solo los comíamos los pobres, y ahora es un manjar para gourmets-. El
armador, con un aire displicente, como si no quisiera dar importancia a su
generosa magnanimidad, exclamó en voz alta:
-¡Ah, Inés, Inés, el dinero, el dinero...!
Inés, con el contenido orgullo de los
humildes, le rebatió:
-Pues mira, Ramón, yo solo deseo tener más tiempo de vida, y envidio
la juventud y la salud.
El tiempo quiso darle la razón a Inés, que vivió ciento un años. En
cambio, todo el dinero de Ramón no pudo evitar que, a pesar de que era bastante
más joven que ella, muriese veinticinco años antes.
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