lunes, 8 de abril de 2013

Capítulo XXXVIII - MIGUEL

Por Juan Manuel Bendala. Ilustración de Vicente Toti.
Miguel era un muchacho alto, bien parecido y de constitución atlética. Su abundante cabellera de pelo negro azabache lucía un movimiento natural de ondas y rizos que le daban un aire aflamencado. Solía vestir chaquetas de sport y se adornaba con pañuelos de seda anudados al cuello, que afloraban por el abierto cuello de sus camisas. En sus grandes y angulosas manos lucía gruesas sortijas de oro en forma de sellos, con sus iniciales grabadas y otros anillos con piedras engastadas.

A pesar de su apariencia, Miguel nada tenía que ver con el mundo de la farándula, aunque afición no le faltara: un tablao flamenco o un cabaret eran su debilidad. A ratos, cada vez más distanciados, era pintor de brocha gorda, como Paco, su amigo del alma, que más bien parecía su hermano gemelo, por la similitud de su aspecto y de su forma de vida. Era frecuente verlos en compañía de mujeres que ellos llamaban de la buena vida. Juntos trabajaban -cuando lo hacían- y juntos salían ‘de picos pardos’, con más frecuencia de la que aconsejaban su economía y sus delicados estados de salud. Tantos excesos les iba pasando factura: unas ‘tosecillas’ la mar de sospechosas hacían fruncir el ceño a su alrededor.

Esa hermandad les llevó a llamarse compadres, el grado máximo en el trato entre amigos en aquella época. La tradición mandaba que se hablasen de usted a partir desde ese momento, y así lo hicieron. Tal dicotomía entre el ceremonioso tratamiento y el cómplice entendimiento entre ellos, dibujaba unas conversaciones con un sabor muy especial.

Miguel, a pesar de las notas de color de sus pañuelos, palidecía y enflaquecía a ojos vista, aunque nunca perdió el sentido del humor. Los dos amigos hacían bromas a costa del mal aspecto común.

Un día, en que en la cara de Miguel ya comenzaba a dibujarse la cita con la Parca, Paco le lanzaba puyas, que su amigo repelía con gracia y donaire:

-Compadre, me parece que tiene usted un pie aquí y otro en cementerio.

A lo que respondió Miguel:

-Si, hombre, y los huevos en Las Tres Ventanas.

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