Por
Juan Manuel Bendala
Que el Paulino era el hombre que hablaba
más en toda Huelva era un hecho más que conocido en su entorno. En condiciones normales, su
verborrea podía resultar incluso divertida entre sus amigotes, si consideramos
condiciones normales el hecho de que se hubiera tomado solo unos cuantos
‘peseteros’ de vino peleón; aunque resultaba difícil hallarlo en tal situación,
porque lo normal en él era que llevase en el coleto como mínimo unas cuantas de
medias botellas: Paulino era uno de los mejores clientes locales del vino de
Bonares.
Y cuando estaba ‘cargado’, es decir, casi
siempre, nuestro hombre era pesado, impertinente e insufrible. Por eso la gente
huía de él como del piojo verde*. Así es que no resultó extraña la maniobra
evasiva que intentó uno de sus amigachos desde la posición estratégica que
ocupaba en la barra. Cuando el hombre vio entrar al Paulino por las puertas de
la taberna con paso inseguro trató de hacerse el invisible. A esas horas los consumidores
de aguardiente ya se habían ido marchando a sus quehaceres, no sin antes haber
experimentado la mayoría de ellos el coletazo del estremecimiento que les producía
la primera copa mañanera, por lo que en la taberna había pocos parroquianos, y la
maniobra de camuflaje le resultó imposible.
Paulino era un lince, y se apoderó de la
pieza sin dificultad. Enseguida echó una ronda, al tiempo que le propinaba
fuertes palmadas en la espalda al huidizo evasor:
-¿Adónde
vas, tan temprano? Anda, tómate media botellita conmigo, que hace mucho que no
te veo.
La víctima se dio por vencida y se dispuso
a escuchar con paciencia infinita la sarta de trocherías que el Paulino
comenzaría a hilvanar a continuación con toda seguridad. Como medida
precautoria, conociendo ya lo que le aguardaba, propuso que se sentaran en la
mesita del rincón. Se dijo para sí que ya que le iba a dar la mañana, la
soportaría mejor sentado cómodamente en una silla de enea. Y así comenzó su
largo suplicio.
El Paulino casi ni respiraba el hijoputa,
enlazaba unas cosas con otras; solo se callaba mientras apuraba de un trago el
vaso de vino, que llenaba una y otra vez. Su amigo asistía al soliloquio con
expresión fúnebre y gesto alicaído. De vez en cuando tomaba un trago y
mordisqueaba una aceitunilla para matar el tiempo, porque cada vez que
pretendía meter baza en el discurso del charlatán, este le interrumpía con un
manotazo de atención en el antebrazo mientras le solicitaba toda la atención
para su discurso:
-¡Perdona,
perdona, escucha, escucha!
Y así el Paulino fue
liberando como solía su espíritu de todos sus pesares. Era la forma en que
espantaba los fantasmas que le atormentaban, por su vagancia, por los reproches
de su familia y por la miseria de su casa que él no sabía o no era capaz de
remediar. Pontificaba sobre esto, sobre aquello y sobre lo de más allá. Tenía
soluciones para todo: en el gobierno había una partida de malnacidos que lo
mantenían a él y a los suyos en la pobreza; pero cuando viniesen los suyos…
Su oyente asentía de vez en cuando con
algún monosílabo, más que nada por educación, para hacerle ver que le prestaba atención.
Pero el Paulino, aunque era un borracho
empedernido, tenía la buena costumbre de comer a sus horas, y poseía unos
relojes biológicos que ríanse ustedes de los mejores relojes suizos. Así es que
en un momento de su perorata, hizo ademán de consultar el reloj de bolsillo que
llevaba atado con una cadenita al ojal de la chaquetilla. Ni siquiera llegó a
ver la esfera, cosa que por otro lado le habría resultado imposible, porque
verdaderamente a esa hora no habría visto ni el reloj de La Merced. No obstante
trató de levantarse al tiempo que esbozaba a modo de disculpa:
-Bueno,
me tengo que ir, que la parienta debe tener ya la comida en la mesa.
Aquello fue la gota que colmó la paciencia
del silenciado oyente, que de improviso dio un fuerte manotazo sobre la mesa,
mientras agarraba al Paulino por la solapa y lo obligaba a sentarse:
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