domingo, 14 de abril de 2013

Capítulo XX - EL PAULINO



Por Juan Manuel Bendala

     Que el Paulino era el hombre que hablaba más en toda Huelva era un hecho más que conocido  en su entorno. En condiciones normales, su verborrea podía resultar incluso divertida entre sus amigotes, si consideramos condiciones normales el hecho de que se hubiera tomado solo unos cuantos ‘peseteros’ de vino peleón; aunque resultaba difícil hallarlo en tal situación, porque lo normal en él era que llevase en el coleto como mínimo unas cuantas de medias botellas: Paulino era uno de los mejores clientes locales del vino de Bonares.

     Y cuando estaba ‘cargado’, es decir, casi siempre, nuestro hombre era pesado, impertinente e insufrible. Por eso la gente huía de él como del piojo verde*. Así es que no resultó extraña la maniobra evasiva que intentó uno de sus amigachos desde la posición estratégica que ocupaba en la barra. Cuando el hombre vio entrar al Paulino por las puertas de la taberna con paso inseguro trató de hacerse el invisible. A esas horas los consumidores de aguardiente ya se habían ido marchando a sus quehaceres, no sin antes haber experimentado la mayoría de ellos el coletazo del estremecimiento que les producía la primera copa mañanera, por lo que en la taberna había pocos parroquianos, y la maniobra de camuflaje le resultó imposible.
     Paulino era un lince, y se apoderó de la pieza sin dificultad. Enseguida echó una ronda, al tiempo que le propinaba fuertes palmadas en la espalda al huidizo evasor:
-¿Adónde vas, tan temprano? Anda, tómate media botellita conmigo, que hace mucho que no te veo.
     La víctima se dio por vencida y se dispuso a escuchar con paciencia infinita la sarta de trocherías que el Paulino comenzaría a hilvanar a continuación con toda seguridad. Como medida precautoria, conociendo ya lo que le aguardaba, propuso que se sentaran en la mesita del rincón. Se dijo para sí que ya que le iba a dar la mañana, la soportaría mejor sentado cómodamente en una silla de enea. Y así comenzó su largo suplicio.
     El Paulino casi ni respiraba el hijoputa, enlazaba unas cosas con otras; solo se callaba mientras apuraba de un trago el vaso de vino, que llenaba una y otra vez. Su amigo asistía al soliloquio con expresión fúnebre y gesto alicaído. De vez en cuando tomaba un trago y mordisqueaba una aceitunilla para matar el tiempo, porque cada vez que pretendía meter baza en el discurso del charlatán, este le interrumpía con un manotazo de atención en el antebrazo mientras le solicitaba toda la atención para su discurso:
-¡Perdona, perdona, escucha, escucha!
Y así el Paulino fue liberando como solía su espíritu de todos sus pesares. Era la forma en que espantaba los fantasmas que le atormentaban, por su vagancia, por los reproches de su familia y por la miseria de su casa que él no sabía o no era capaz de remediar. Pontificaba sobre esto, sobre aquello y sobre lo de más allá. Tenía soluciones para todo: en el gobierno había una partida de malnacidos que lo mantenían a él y a los suyos en la pobreza; pero cuando viniesen los suyos…
     Su oyente asentía de vez en cuando con algún monosílabo, más que nada por educación, para hacerle ver que le prestaba atención.
     Pero el Paulino, aunque era un borracho empedernido, tenía la buena costumbre de comer a sus horas, y poseía unos relojes biológicos que ríanse ustedes de los mejores relojes suizos. Así es que en un momento de su perorata, hizo ademán de consultar el reloj de bolsillo que llevaba atado con una cadenita al ojal de la chaquetilla. Ni siquiera llegó a ver la esfera, cosa que por otro lado le habría resultado imposible, porque verdaderamente a esa hora no habría visto ni el reloj de La Merced. No obstante trató de levantarse al tiempo que esbozaba a modo de disculpa:
-Bueno, me tengo que ir, que la parienta debe tener ya la comida en la mesa.
     Aquello fue la gota que colmó la paciencia del silenciado oyente, que de improviso dio un fuerte manotazo sobre la mesa, mientras agarraba al Paulino por la solapa y lo obligaba a sentarse:
-¡¡¡No, hombre, tú no te vas de aquí. Llevas machacándome sin piedad desde las nueve de la mañana; y son las dos y media de la tarde, y no me has dejado decir ni mú. Ahora me vas a escuchar tú a mí!!!

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