lunes, 8 de abril de 2013

Capítulo XLI - POLIZONES



Por Juan Manuel Bendala. Ilustración de Vicente Toti.
El San Enrique navegaba con la esperanza de un buen turno; hacía horas que dejó de verse la costa; la mar estaba como un plato, y los hombres descansaban en el sollado de proa. Era uno de esos días en los que aquel trabajo creaba afición.

El patrón gobernaba el pesquero con mano firme desde el puente. A pesar de su casi analfabetismo sabía leer en los caminos del agua señales invisibles que le decían cuándo virar o cuándo echar las redes: desde los once años estaba en la mar. Patroneaba desde muy joven, a pesar de que el poco tiempo que acudió a la escuela solo le sirvió para aprender a garabatear su nombre y adquirir unos rudimentos de lectura, que después amplió a base de novelas baratas. La maestra de la vida le enseñó el resto.

El hombre vivía casi ajeno a la guerra; ni siquiera el conflicto lo libraba de los golpes de mar ni de la diaria añoranza de los suyos. Agarrado al timón, ensimismado en sus pensamientos, no se percató de los intrusos, hasta que notó en la sien el frío contacto del acero; el cañón de una pistola le hacía daño y le impedía girarse hacia el asaltante, que le conminó a obedecer:

-O pones rumbo al Marruecos francés o te quedas aquí mismo.

Otro hombre, vestido con un grueso chaquetón de cuero -buena protección para las humedades de la sentina-, apareció en el puente encañonando al resto de los marineros. El patrón no era de los que se achicaban fácilmente, pero sabía que en ese momento no tenía nada que hacer. Había oído hablar de la gente que se estaba pasando a la zona roja en los barcos de pesca, pero nunca pensó que le tocaría a él lidiar con un problema semejante.

Subieron unas cuantas millas por el río Sebu hasta el puerto de Kenitra, donde amarraron el barco. Uno de los fugitivos se dirigió a los tripulantes.

-¡Compañeros!, ahora tenéis la ocasión de venir con nosotros a luchar contra Franco. En Casablanca tomaremos el primer mercante amigo que vaya a Barcelona.

Tras largas discusiones, todos los hombres -excepto el patrón- se unieron a los polizones; unos lo hicieron por ideales políticos y otros por miedo a regresar a la zona franquista, donde podrían achacarles una supuesta complicidad con los secuestradores. El patrón, hombre sin inquietudes políticas, solo preocupado por su familia y su trabajo, lo tuvo claro:

- Lo siento muchachos, pero a mí no se me ha perdido nada en Cataluña: si me voy con vosotros, ya no veo más a mi familia. No creo que vaya a pasarme nada si cuento la verdad en Huelva. Además, yo no he hecho nada malo.

Después de seis meses deambulando por Marruecos y pasando calamidades sin cuento consiguió volver a Huelva, donde sufrió unos días muy duros, que se saldaron con graves amenazas en la Comisaría de Policía, donde se empeñaron en que el patrón era cómplice de los polizones. Las súplicas de la familia ante un destacado falangista lograron que lo soltaran, aunque tendría que presentarse allí cada quince días.

Pasaron los meses y el San Enrique, como era habitual, se disponía a zarpar rumbo al caladero marroquí. Las escasas luces del muelle apenas iluminaban la zona. Entre unas cosas y otras se había hecho de noche. El pesquero estaba casi arranchado: las cajas de madera vacías apiladas sobre cubierta, el costo de la tripulación a bordo, y la máquina a punto para largar amarras, cuando un camión frenó bruscamente a su costado. Saltaron de él hombres armados con fusiles, tomaron el barco sin resistencia, ante los inmóviles y aterrados marineros, y con decisión bajaron a la sala de máquinas, Allí, en la sentina, donde iban a parar las aguas sucias y los aceites, bajo las panas del barco, encontraron ocultos a varios fugitivos.

Las agrias voces destacaban sobre el nocturno silencio del puerto. El jefe de la cuadrilla urgía a los fusileros:

-¡Venga, arriba con ellos!
    
Una mueca que pretendía ser una sonrisa se le dibujó al mandamás sobre el bigotillo recortado con tiralíneas. Sonidos metálicos de portezuelas y portalones se mezclaban con los gemidos de los hombres, conducidos a culatazos. En unos instantes el siniestro transporte partió con su cosecha de fugitivos y marineros.

De los polizones, nunca más se supo.
A los hombres de la tripulación los encerraron en la Comisaría en celdas separadas.
De nada les sirvió a la familia del patrón y a las de los marineros sus súplicas y la búsqueda de recomendaciones y personas que les avalasen.

Aquello más que un interrogatorio fue una sesión de tortura, una auténtica masacre.
Los espeluznantes gritos de los hombres mantenían a los que aguardaban su turno en una inenarrable angustia. Como nada sabían, nada podían decir. Los hombres iban sucumbiendo molidos a palos, bajo la supervisión de un 'verdugo' con siniestra fama ganada a pulso.

     El patrón deshecho en llanto supo que iba a morir, con la amargura de saberse inocente. Interrogaban ya al tercer marinero, que resistió cuanto pudo, hasta que confesó su complicidad con los polizones. Antes de morir tuvo la entereza de exculpar a su patrón:          

-¡Soltad al patrón; ese hombre no sabía nada!

El patrón conservó toda la vida el recuerdo emocionado de aquel hombre que le salvó de una muerte tan horrible. Siempre se alegró del trato humano y considerado que había prestado a todos sus tripulantes.

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