Por Juan
Manuel Bendala. Ilustración de Vicente Toti.
El San Enrique navegaba con la esperanza de un buen turno; hacía horas
que dejó de verse la costa; la mar estaba como un plato, y los hombres
descansaban en el sollado de proa. Era uno de esos días en los que aquel
trabajo creaba afición.
El patrón gobernaba el pesquero con mano firme desde el puente. A
pesar de su casi analfabetismo sabía leer en los caminos del agua señales
invisibles que le decían cuándo virar o cuándo echar las redes: desde los once
años estaba en la mar. Patroneaba desde muy joven, a pesar de que el poco
tiempo que acudió a la escuela solo le sirvió para aprender a garabatear su
nombre y adquirir unos rudimentos de lectura, que después amplió a base de
novelas baratas. La maestra de la vida le enseñó el resto.
El hombre vivía casi ajeno a la guerra; ni siquiera el conflicto lo
libraba de los golpes de mar ni de la diaria añoranza de los suyos. Agarrado al
timón, ensimismado en sus pensamientos, no se percató de los intrusos, hasta
que notó en la sien el frío contacto del acero; el cañón de una pistola le
hacía daño y le impedía girarse hacia el asaltante, que le conminó a obedecer:
-O pones rumbo al Marruecos francés o te quedas aquí
mismo.
Otro hombre, vestido con un grueso chaquetón de cuero -buena
protección para las humedades de la sentina-, apareció en el puente encañonando
al resto de los marineros. El patrón no era de los que se achicaban fácilmente,
pero sabía que en ese momento no tenía nada que hacer. Había oído hablar de la
gente que se estaba pasando a la zona roja en los barcos de pesca, pero nunca
pensó que le tocaría a él lidiar con un problema semejante.
Subieron unas cuantas millas por el río Sebu hasta el puerto de
Kenitra, donde amarraron el barco. Uno de los fugitivos se dirigió a los
tripulantes.
-¡Compañeros!, ahora tenéis la ocasión de venir con
nosotros a luchar contra Franco. En Casablanca tomaremos el primer mercante
amigo que vaya a Barcelona.
Tras largas discusiones, todos los hombres -excepto el patrón- se
unieron a los polizones; unos lo hicieron por ideales políticos y otros por
miedo a regresar a la zona franquista, donde podrían achacarles una supuesta
complicidad con los secuestradores. El patrón, hombre sin inquietudes
políticas, solo preocupado por su familia y su trabajo, lo tuvo claro:
- Lo siento muchachos, pero a mí no se me ha perdido
nada en Cataluña: si me voy con vosotros, ya no veo más a mi familia. No creo
que vaya a pasarme nada si cuento la verdad en Huelva. Además, yo no he hecho
nada malo.
Después de seis meses deambulando por Marruecos y pasando calamidades
sin cuento consiguió volver a Huelva, donde sufrió unos días muy duros, que se
saldaron con graves amenazas en la Comisaría de Policía, donde se empeñaron en
que el patrón era cómplice de los polizones. Las súplicas de la familia ante un
destacado falangista lograron que lo soltaran, aunque tendría que presentarse
allí cada quince días.
Pasaron los meses y el San Enrique, como era habitual, se disponía a
zarpar rumbo al caladero marroquí. Las escasas luces del muelle apenas
iluminaban la zona. Entre unas cosas y otras se había hecho de noche. El
pesquero estaba casi arranchado: las cajas de madera vacías apiladas sobre
cubierta, el costo de la tripulación a bordo, y la máquina a punto para largar
amarras, cuando un camión frenó bruscamente a su costado. Saltaron de él
hombres armados con fusiles, tomaron el barco sin resistencia, ante los
inmóviles y aterrados marineros, y con decisión bajaron a la sala de máquinas,
Allí, en la sentina, donde iban a parar las aguas sucias y los aceites, bajo
las panas del barco, encontraron ocultos a varios fugitivos.
Las agrias voces destacaban sobre el nocturno silencio del puerto. El
jefe de la cuadrilla urgía a los fusileros:
-¡Venga, arriba con ellos!
Una mueca que pretendía ser una sonrisa
se le dibujó al mandamás sobre el bigotillo recortado con tiralíneas. Sonidos
metálicos de portezuelas y portalones
se mezclaban con los gemidos de los hombres, conducidos a culatazos. En unos
instantes el siniestro transporte partió con su cosecha de fugitivos y marineros.
De los polizones, nunca más se supo.
A los hombres de la tripulación los
encerraron en la Comisaría en celdas separadas.
De nada les sirvió a la familia del
patrón y a las de los marineros sus súplicas y la búsqueda de recomendaciones y
personas que les avalasen.
Aquello más que un interrogatorio fue
una sesión de tortura, una auténtica masacre.
Los espeluznantes gritos de los hombres
mantenían a los que aguardaban su turno en una inenarrable angustia. Como nada
sabían, nada podían decir. Los hombres iban sucumbiendo molidos a palos, bajo
la supervisión de un 'verdugo' con siniestra fama ganada a pulso.
El patrón deshecho en llanto supo que iba a morir, con la amargura de
saberse inocente. Interrogaban ya al tercer marinero, que resistió cuanto pudo,
hasta que confesó su complicidad con los polizones. Antes de morir tuvo la
entereza de exculpar a su patrón:
-¡Soltad al patrón; ese hombre no sabía nada!
El patrón conservó toda la vida el recuerdo emocionado de aquel hombre
que le salvó de una muerte tan horrible. Siempre se alegró del trato humano y
considerado que había prestado a todos sus tripulantes.
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