lunes, 8 de abril de 2013

Capítulo XXIII - LA CORROSIÓN



Por Juan Manuel Bendala. Ilustración de Vicente Toti.

    
      En estos momentos de grandes desafíos técnicos, a los que resulta tan difícil seguirles el paso, se percibe como muy difuminada en el tiempo la dura adaptación a la industria petrolera de un puñado de personas que, procedentes de las más diversas actividades, tuvieron que reconvertirse a toda prisa, con un poco de la ayuda yanqui, la guía de algunos tuertos en un mundo de ciegos que ya sabían algo sobre refinerías y, sobre todo, el desparpajo de quienes querían iniciarse en un nuevo El Dorado para ellos. Nunca sabremos cuánto esfuerzo puso aquella gente.
    

     El joven ingeniero de brillante trayectoria académica era de modales sobrios, hablar  pausado y una comprensible necesidad de transmitir su saber. Se tomó como una cuestión personal el reto de ‘culturizar’ en las nuevas tecnologías a uno de los grupos humanos bajo su mando, trasplantado hacía poco desde sus tareas en el campo a la refinería. Junto al refrigerante de asfalto el técnico los reunió a su alrededor. La charla de ese día versaba sobre la corrosión en las instalaciones industriales y el modo de atajarla. Explicó el tipo de aditivo inhibidor que debía usarse en aquella balsa enfriadora; teorizó en torno al ataque químico del agua sobre las tuberías de acero; y animado por la respetuosa actitud de la audiencia descendió a un grado tal de detalles sobre reacciones químicas, intercambios iónicos y otras muestras de su magnífica erudición, que los alumnos hacía rato se hallaban perdidos por los meandros de la química. Aunque aún no estaba de moda eso del feed-back o retroalimentación -como se dice ahora en los cursillos sobre comunicación-  el jefe e instructor quiso sondear el grado de efectividad de su prédica –nunca lo hubiera hecho-. Precisamente quiso el destino que se dirigiese al hombre más…digamos rústico:

-A ver, Paco, ¿se ha enterado usted de lo que he explicado sobre la corrosión?
   
      El hombre, que desde las primeras frases había perdido el hilo del tema, se encogió de hombros, inició una especie de cuarto de giro sobre sus talones a modo de huida, y como un bufido soltó:

-¡Y yo qué coño sé de la corrosión!, ¡Yo sé cuando me corro yo!
    
     El joven ingeniero dio una cojetá, y según cuentan, desde entonces abandonó la educación, por siempre jamás.

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