Por Juan Manuel Bendala.
Ilustración de Vicente Toti.
En estos momentos de grandes desafíos
técnicos, a los que resulta tan difícil seguirles el paso, se percibe como muy
difuminada en el tiempo la dura adaptación a la industria petrolera de un
puñado de personas que, procedentes de las más diversas actividades, tuvieron
que reconvertirse a toda prisa, con un poco de la ayuda yanqui, la guía de
algunos tuertos en un mundo de ciegos que ya sabían algo sobre refinerías y,
sobre todo, el desparpajo de quienes querían iniciarse en un nuevo El Dorado
para ellos. Nunca sabremos cuánto esfuerzo puso aquella gente.
El joven ingeniero de brillante
trayectoria académica era de modales sobrios, hablar pausado y una comprensible necesidad de
transmitir su saber. Se tomó como una cuestión personal el reto de ‘culturizar’
en las nuevas tecnologías a uno de los grupos humanos bajo su mando,
trasplantado hacía poco desde sus tareas en el campo a la refinería. Junto al
refrigerante de asfalto el técnico los reunió a su alrededor. La charla de ese
día versaba sobre la corrosión en las instalaciones industriales y el modo de
atajarla. Explicó el tipo de aditivo inhibidor que debía usarse en aquella
balsa enfriadora; teorizó en torno al ataque químico del agua sobre las
tuberías de acero; y animado por la respetuosa actitud de la audiencia
descendió a un grado tal de detalles sobre reacciones químicas, intercambios
iónicos y otras muestras de su magnífica erudición, que los alumnos hacía rato
se hallaban perdidos por los meandros de la química. Aunque aún no estaba de
moda eso del feed-back o retroalimentación -como se dice ahora en
los cursillos sobre comunicación- el
jefe e instructor quiso sondear el grado de efectividad de su prédica –nunca lo
hubiera hecho-. Precisamente quiso el destino que se dirigiese al hombre
más…digamos rústico:
-A ver, Paco, ¿se ha enterado usted de
lo que he explicado sobre la corrosión?
El
hombre, que desde las primeras frases había perdido el hilo del tema, se
encogió de hombros, inició una especie de cuarto de giro sobre sus talones a
modo de huida, y como un bufido soltó:
-¡Y yo qué coño sé de la corrosión!, ¡Yo
sé cuando me corro yo!
El joven ingeniero dio una cojetá,
y según cuentan, desde entonces abandonó la educación, por siempre jamás.
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