Por
Juan Manuel Bendala. Ilustración de
Vicente Toti.
-¡Fíjate!,
otra vez se ha manchado; ¡pero qué torpe es este hombre!; todo lo que hace es
igual. Y si no lo crees, dile que te cuente lo que le pasó con el coche nuevo.
Así, cariñosamente riñó la esposa al marido, en presencia de un amigo común. Manuel,
entre divertido y azorado, exclamó:
-¡Ea!, el único de la
provincia que no lo sabía, y…
Sin embargo se dispuso con buena voluntad
a contar por enésima vez lo sucedido meses atrás. Acababa de sacar del
concesionario el coche nuevo. Conducía algo tenso; iba con el ánimo encogido; ponía
todo su empeño en llevar con mimo la flamante máquina que tanto esfuerzo le había
costado adquirir. Sin embargo, al mismo tiempo, sentía a flor de piel la
arrogancia y la vanidad del triunfador: cómo iba a quedarse más de uno cuando
lo viera entrar en el pueblo.
Por aquellos tiempos comenzaba a
extenderse entre los automovilistas la costumbre de avisarse unos a otros,
mediante ráfagas de los faros, tan pronto como detectaban la presencia de la
Guardia Civil de Tráfico en las proximidades. Manuel, ensimismado en su vida no
se enteraba de modas como aquella. Por eso, a los primeros destellos que le dieron
los coches que iban en sentido contrario paró preocupado y revisó el reluciente
coche de arriba abajo. Se agachaba, miraba los bajos, lo rodeaba una y otra
vez…y nada. Más inquieto aún reanudó la marcha. Así otro par de veces en un
corto trayecto; hasta que -como le estaban anunciando sin él enterarse- se topó
con el coche policial, que estaba aparcado en un recodo de la carretera, con
cierto disimulo, casi agazapado, al aguardo.
El preocupado conductor, con sincero
alborozo se dirigió a los agentes:
-¡Hombre, qué
alegría me da que estén ustedes aquí! Por favor, ¿podrían echarme un vistazo en
el coche? Es que acabo de sacarlo de la casa, y todo el que se cruza conmigo no
hace más que darme fogonazos con las luces. Yo, por más que miro y remiro no le
veo nada raro al coche.
Los
guardias se quedaron perplejos y bastante mosqueados; no sabían si aquel individuo
era la última alma cándida que quedaba en España o, por el contrario, era el
tío con la cara más dura que habían visto en su vida. El cabo, con un rictus en
el rostro, mezcla de impotencia y cabreo, mientras agachaba y ladeaba la cabeza
de un lado a otro, le fue dando golpecitos en el hombro a Manuel, al tiempo que
le señalaba la carretera y le decía con aire de resignación:
-Ande, ande, siga
usted, siga usted.
Así es que, Don Litro no solo fue un
borracho, cosa por otro lado nada extraña en la Huelva de entonces, y que
contaría con todas sus comprensiones; Don Litro fue un canalla asesino, que de
no haber tenido la gran suerte de que todo lo que predicaba era mentira, ahora
se estaría asando a fuego lento en los infiernos.
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