lunes, 8 de abril de 2013

Capítulo V - EL BUENO DE MANUEL



Por Juan  Manuel Bendala. Ilustración de Vicente Toti. 


      -¡Fíjate!, otra vez se ha manchado; ¡pero qué torpe es este hombre!; todo lo que hace es igual. Y si no lo crees, dile que te cuente lo que le pasó con el coche nuevo. Así, cariñosamente riñó la esposa al marido, en presencia de un amigo común. Manuel, entre divertido y azorado, exclamó:
-¡Ea!, el único de la provincia que no lo sabía, y…
    
     Sin embargo se dispuso con buena voluntad a contar por enésima vez lo sucedido meses atrás. Acababa de sacar del concesionario el coche nuevo. Conducía algo tenso; iba con el ánimo encogido; ponía todo su empeño en llevar con mimo la flamante máquina que tanto esfuerzo le había costado adquirir. Sin embargo, al mismo tiempo, sentía a flor de piel la arrogancia y la vanidad del triunfador: cómo iba a quedarse más de uno cuando lo viera entrar en el pueblo.

    
     Por aquellos tiempos comenzaba a extenderse entre los automovilistas la costumbre de avisarse unos a otros, mediante ráfagas de los faros, tan pronto como detectaban la presencia de la Guardia Civil de Tráfico en las proximidades. Manuel, ensimismado en su vida no se enteraba de modas como aquella. Por eso, a los primeros destellos que le dieron los coches que iban en sentido contrario paró preocupado y revisó el reluciente coche de arriba abajo. Se agachaba, miraba los bajos, lo rodeaba una y otra vez…y nada. Más inquieto aún reanudó la marcha. Así otro par de veces en un corto trayecto; hasta que -como le estaban anunciando sin él enterarse- se topó con el coche policial, que estaba aparcado en un recodo de la carretera, con cierto disimulo, casi agazapado, al aguardo.
    
     El preocupado conductor, con sincero alborozo se dirigió a los agentes:
-¡Hombre, qué alegría me da que estén ustedes aquí! Por favor, ¿podrían echarme un vistazo en el coche? Es que acabo de sacarlo de la casa, y todo el que se cruza conmigo no hace más que darme fogonazos con las luces. Yo, por más que miro y remiro no le veo nada raro al coche.
   
      Los guardias se quedaron perplejos y bastante mosqueados; no sabían si aquel individuo era la última alma cándida que quedaba en España o, por el contrario, era el tío con la cara más dura que habían visto en su vida. El cabo, con un rictus en el rostro, mezcla de impotencia y cabreo, mientras agachaba y ladeaba la cabeza de un lado a otro, le fue dando golpecitos en el hombro a Manuel, al tiempo que le señalaba la carretera y le decía con aire de resignación:

-Ande, ande, siga usted, siga usted.

  
     Así es que, Don Litro no solo fue un borracho, cosa por otro lado nada extraña en la Huelva de entonces, y que contaría con todas sus comprensiones; Don Litro fue un canalla asesino, que de no haber tenido la gran suerte de que todo lo que predicaba era mentira, ahora se estaría asando a fuego lento en los infiernos. 

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