jueves, 10 de enero de 2013

Capítulo XXXI - LA VISIÓN



     En la casi absoluta oscuridad de la habitación el hombre se estaba despertando pesadamente de la siesta. Aún no era consciente de si tenía los ojos bien abiertos o no, pero lo que vio en la pared junto a la ventana le dejó paralizado de terror. Aquello parecía una proyección en blanco y negro, dentro de un círculo de bordes difusos de un par de palmos de diámetro; y el terror que sembró en él le erizó todos los vellos de su cuerpo. La cara de un ser maléfico mostraba una sonrisa maligna, complacida por la indefensión del visionario. La ‘proyección’ la percibió, además de terrorífica, muy extraña, porque carecía de sonido, como si se tratase de una escena del cine mudo. El hombre vio en aquella cabeza demoníaca toda la maldad del mundo, concentrada en una especie de ayudante del mal. Los encrespados pelos de aquel demonio subalterno y su barba rala acentuaban la capacidad de generar miedo en el indefenso receptor. Aquella cabeza no hablaba, solo sonreía, y sin embargo podía comunicarse con él de manera telepática.
    
     La visión no duró más allá de unos segundos, pero fue suficiente para que el cuerpo del hombre quedase completamente empapado de un sudor frío. Cuando pudo reaccionar se levantó conmocionado. Aquello acababa de desequilibrar su tradicional racionalidad y su absoluto descreimiento de todo lo que no fuese tangible. Dudó sobre si debía de contar a alguien lo que había visto, pero su esposa le notó el estado de excitación en el que estaba, y acabó confesándoselo todo.
    
     A la mujer no se le ocurrió otra cosa que trazar cruces con sal en todas las ventanas de la casa, para alejar a los espíritus del mal, mientras se lamentaba de que alguien les quisiese hacer daño.
    
     El hombre, ya más sosegado, intentó analizar lo sucedido; él jamás había probado drogas ni nada por el estilo, y se consideraba a sí mismo totalmente cuerdo y en plenitud de sus facultades mentales, por lo que llegó al convencimiento de que todo había sido una mala pasada de su cerebro, o fruto de la intoxicación producida por algo de lo que había comido en el almuerzo anterior, y que pudo resultar alucinógeno. Se preguntó entonces cuántas visiones místicas no habrían tenido el mismo origen. Sin embargo, durante bastante tiempo, cada vez que evocaba la visión, no pudo evitar que se le erizase el vello de nuevo. 

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